miércoles, 31 de marzo de 2010

Conducciones astrales

(Foto: Xanderall Studios)

Al llegar la noche, las calles se adueñan de un protagonismo que les es imposible alcanzar durante el día. Y es que mientras el cielo se encuentra iluminado, nadie las toma en cuenta. Es hasta que la bóveda celeste se apaga, que las calles pasan a primer plano, y su gris asfalto se convierte en marco de mil y una historias.

Manejar de noche tiene un cierto embrujo que el automovilismo diurno adolece. Cuando el sol se marcha, se lleva consigo los aspectos más molestos de la conducción: el calor, los embotellamientos y los policías de tráfico. A cambio deja avenidas y calles desprovistas de vehículos y transeúntes, irradiadas con las luces anaranjadas y verdosas de la iluminación pública así como por el escandaloso neón multicolor de los rótulos. En las esquinas, el ámbar y el rubí se apoderan de los semáforos mientras que el esmeralda duerme el sueño de los justos.

La noche citadina cuenta con ritmos y candencias propias. Las tiendas diurnas se cierran y los locales que han permanecido cerrados durante el día abren sus puertas a clientes ávidos de liberar tensiones acumuladas durante las horas previas. En esos lugares tan rebosantes de pasión, música y colorido, se entretejen las más variadas y originales novelas, protagonizadas por personajes a la vez genéricos y únicos. Quien pase frente a estos lugares se sentirá seducido o repelido, pero nunca indiferente.

Pero si el tránsito urbano nocturno es como una descarga de adrenalina, el manejo automovilístico en autopista realizado de noche puede llegar a ser hipnótico, casi místico. Mientras que la metrópoli se caracteriza por derrochar luminosidad, en la carretera de provincia la única iluminación disponible suelen ser los faroles propios y los ajenos. El verde paisaje diurno se transforma en un negro telón que se funde con las tinieblas de las alturas. El espacio sideral ya no parece tan lejano y surcarlo parece algo plausible y normal.

La oscuridad lo envuelve todo, pero no puede contener a algunos cuerpos luminosos que perforan su denso manto. Pequeños poblados posados en laderas desfilan silenciosamente fuera de mis ventanas como constelaciones de estrellas. Meteoros cargados de luz aparecen de la nada y enfilan hacia mí a un ímpetu vertiginoso, cambiando de rumbo justo antes de colisionar. Mientras pasan estrepitosamente a mi lado, puedo verlos convertirse en autobuses extraurbanos por unos segundos antes de desaparecer, devorados por la negrura.

Al carecer de la luz del sol para medir el paso de las horas, el tiempo pierde velocidad hasta detenerse, convertido en una amalgama sólida de horas y minutos. Asimismo el punto de origen y el destino son lo mismo: nociones abstractas, carentes de significado. Lo único que importa es el aquí y el ahora mientras se navega por el cosmos a treinta centímetros del suelo.

lunes, 29 de marzo de 2010

Deflaciones

 (Imagen: Richard Kolker)

En estos momentos, la compañía francesa Michelin está trabajando para desarrollar una llanta de automóvil que no utilice aire. El prototipo se asemeja a una rueda de bicicleta muy gruesa, o a una rueda de carromato muy pequeña. Cuando salga a la venta, los automovilistas de todo el mundo le dirán adiós a los pinchazos para siempre. Lástima que inventos tan maravillosos como éste siempre lleguen demasiado tarde.

La semana pasada, mientras deambulaba por las calles de esta urbe, al intentar esquivar a un energúmeno, me pegué demasiado a la acera. Esto causó que mi neumático frontal derecho se frotara contra el cemento del bordillo, lo cual fue desgarrador. El aire hasta ese momento contenido dentro de la llanta salió silbando como si se tratara de un flautista frenético. Con la mayor calma que me fue posible procedí a maniobrar el auto para sacarlo del tráfico. Con eso buscaba evitar que otro auto colisionara con el mío. También quería evitar que me siguieran maltratando a todo mi árbol genealógico, que ya poco faltaba para que llegaran a mi tatarabuela.

Al inspeccionar el vehículo, me topé con un cuadro desolador. El auto que momentos antes se desplazaba garbosamente a sesenta kilómetros por hora, ahora se encontraba miserablemente inmóvil, anclado en el pavimento. Inclinado como estaba, mi auto parecía pedirme perdón por hallarse convertido en un triciclo de tres toneladas.

Consideré las opciones disponibles. Primero pensé en llamar al seguro del auto, pero debido a la cantidad de vehículos circulando a esa hora, bien podrían tardar más de una sesenta minutos en llegar, lo que me forzaba a tomar la segunda y terrible opción: cambiar la llanta yo mismo.

No estaba muy seguro de cómo hacerlo, pues en los cuatro años que he tenido este auto, esta era apenas la segunda vez que le cambiaba una llanta. Sin embargo, al hacer memoria, la vez anterior yo había decidido esperar a la grúa, así que en realidad, esta era la primera vez que hacía el cambio. Si bien es cierto que portaba un manual de instrucciones en la guantera, todo el mundo sabe que los portadores del gen XY no leemos manuales. Procedí a extraer la caja de herramientas y la llanta de repuesto del baúl. Si todo es así de fácil, pensé, estaré conduciendo en un santiamén. Cuan equivocado estaba.

Quitar el plato fue una tarea titánica que requirió dosis iguales de maña y de fuerza. Esto me hizo sospechar que mi auto había sido diseñado como un ejercicio de sadismo. Confirmé mi sospecha en el momento de poner la nueva llanta. A diferencia de los autos japoneses y americanos, que tienen los pernos adosados al disco de frenos, este modelo trae tornillos, que es preciso colocar con una mano mientras se sujeta la llanta de 40 libras con la otra. Es preciso tener en mente que pasar el día en una oficina no lo prepara a uno para tareas manuales como ésta.

Concluida la tarea, subí las herramientas al auto y reanudé mi trayecto. Mi apariencia debe haber sido especialmente calamitosa, pues repetidas veces me preguntaron si había sido víctima de algún asalto.

Al día siguiente, mientras trataba de sobrellevar el punzante lumbago y los múltiples calambres causados por tan ardua tarea, me prometí a mi mismo que en cuanto pudiera sostener un lápiz en la mano, le escribiría una atenta carta a los señores de Michelín, para rogarles que apresuren la producción de su nueva llanta, porque si me veo obligado a cambiar otra llanta, no creo contar el cuento.

sábado, 27 de marzo de 2010

Desórdenes celulares

 (Foto: D. Sharon Pruitt)

Muchas personas han pedido que les informe del desenlace de mis aventuras telefónicas. Y es que la última vez que mencioné el tema, estaba a punto de elegir entre un teléfono celular con características tan portentosas como acceso al Internet y una pantalla sensible al tacto, mientras que el otro aparato era tan simple que lo único que podía hacer era realizar llamadas. Una elección consolidaba mi devoción al consumismo tecnológico, mientras que la otra era casi como un valiente acto de protesta contra la enajenante tecnología.

Para quienes aspiraban a verme convertido en un símbolo del ludismo del tercer milenio, lamentablemente debo informarles que elegí el aparato caro. En realidad, no tuve opción. Cuando llegué a la tienda a cancelar el contrato, me informaron que mi aparato ya estaba listo. Y sin darme oportunidad de protestar, me lo pusieron en mis manos. Pasar los dedos por la pantalla táctil y olvidar mis aspiraciones de primitivismo fue algo casi instantáneo.

Por favor, no me odien por ser consumista. Compréndanme, soy un individuo débil. Nunca he podido resistirme a una interfase gráfica bien diseñada, y la de mi nuevo celular es especialmente impresionante. Los colores son brillantes, las imágenes son bellísimas y las animaciones son casi sensuales. Durante los primeros días en que el aparato fue de mi propiedad, pasé horas enteras pasando de un menú al otro, por el puro gusto de verlos aparecer y desaparecer.

Lógicamente, contar con un aparato tan sofisticado impactó en mi estilo de vida profundamente. Las redes sociales como Facebook y Twitter súbitamente estuvieron a mi alcance de forma permanente. Cualquier momento de tedio podía ser disipado con una rápida mirada a las cosas que habían posteado los demás. Los desvaríos que habitualmente se leen en este espacio son poca cosa comparados con las esotéricas manifestaciones que pueden verse en otros lados del Internet.

Tal y como lo vaticiné anteriormente, mi vida comenzó a ceder a los impulsos obsesivo compulsivos. Fui prisionero gustoso de la curiosidad y la ansiedad. Me encantaba estar al tanto del impacto causado por mis comentarios. Lamentablemente, la situación empezó a salirse de control. Cualquier momento era bueno para mandar mensajes al Internet: viendo televisión, caminando en el pasillo o esperando a que cambiara la luz del semáforo. Un par de veces se me pasó el piso al que iba por estar mandando mensajes en el elevador.

Pero justo antes de que la cosa empeorara, logré contenerme. He abandonado el mensajismo obsesivo-compulsivo, reservándolo únicamente para ciertas horas del día. Mi uso del teléfono celular también es sumamente moderado. Fue algo logrado con muchísima fuerza de voluntad, por supuesto, pero puede que también haya influido el hecho de que, por tanto navegar en internet desde mi teléfono, me quedara sin saldo por tres semanas.

Lecturas relacionadas: Menos es más

jueves, 25 de marzo de 2010

Palabras que matan

(Foto: Brad Wilson)

Un ser humano debe poseer una serie de habilidades para subsistir en el agreste mundo contemporáneo. La capacidad de soportar un trayecto en el transporte público es muy útil, por ejemplo. Contar con un estómago inmune a los alimentos preparados en condiciones antihigiénicas también es muy importante. Pero hay algo que es necesario para todo ser humano y que define sus posibilidades de éxito y supervivencia como individuo: el arte de sobrevivir ataques verbales.

Si bien hubo un tiempo cuando toda disputa era solventada a garrotazo limpio, esta contundente solución a los conflictos mostró ser poco práctica, pues moler a palos a alguien suele ser agotador. Además, limpiar y ordenar después de una reyerta armada tampoco es gracia y menos si es cosa de todos los días. Fue así como el uso de armas pasó a ser reservado para asuntos más serios como los líos pasionales y la disciplina de los hijos. En esa búsqueda de métodos de agresión menos escandalosos, el debate comenzó a cobrar popularidad como forma de lidiar con los opositores. Por supuesto, no pasó mucho tiempo antes de que el alegato fuera perfeccionado en un arma mucho más punzante que una daga y más venenosa que la cicuta.

Un ataque verbal efectivo inicia con la selección del contenido que se quiere transmitir. Este mensaje es calculado cuidadosamente para incidir de forma corrosiva en el psiquis del oponente. En esto ayuda cualquier conocimiento de sus problemas familiares, fracasos personales, aspiraciones frustradas, etc. Seguidamente, se formula el mensaje en un vocabulario preciso y demoledor, seleccionado de acuerdo al perfil demográfico, académico y geopolítico del contrincante. Un insulto dirigido a un universitario debe contener oscuras referencias, extrapolaciones, hipérboles y palabras sofisticadas. Una mofa dirigida hacia un conductor de autobús tan sólo debe incluir palabrotas.

La ejecución de un ataque verbal debe ser un acto rápido y decidido, por lo que no se recomienda a personas con antecedentes de desórdenes cardiacos, llanto fácil, tartamudez o tendencia a petrificarse sin decir palabra. El luchador verbal debe tener reflejos agudos, pues si el ataque inicial no es suficientemente efectivo, el oponente tendrá la oportunidad de responder con un contraataque, lo cual puede ser muy peligroso si no se está preparado para ello. Son ampliamente conocidos los casos donde ha salido trasquilado el que iba por lana.

Algunos han tratado de que el combate escrito, pariente pasivo-agresivo del combate verbal, logre preeminencia, sin éxito. Y es que aunque ambas formas de agresión utilizan el lenguaje como arma, en realidad, son cosas muy diferentes. Aunque el ataque escrito cuenta con sus propias ventajas, no cuenta con la rapidez de acción del ataque verbal. Además, el ataque escrito siempre precisa de algún instrumento (lápiz, pluma, computador) mientras que el combate verbal únicamente precisa de abrir la boca.

Para quienes resultan incapaces de entablar un ataque verbal o mucho menos responder a uno, les recomendamos concentrarse en desarrollar la valiosa habilidad de bloquear con la mente las agresivas andanadas de palabras, lo que evita que causen daño y permitie conservar la compostura en cualquier circunstancia. Algo ampliamente conocido como “A palabras necias, oídos sordos.”

martes, 23 de marzo de 2010

Morir de pie

(Foto: Michael Chrisman)

Formidables camiones colmados de tierra parten a un destino desconocido, dejando atrás nubes de polvo y un gigantesco orificio en el suelo que se acrecienta y se ahonda con cada día que pasa. ¿Estarán buscando tesoros escondidos? ¿O acaso los huesos de algún dinosaurio? ¿Será que quieren comerciar con la China sin tener que usar barco? Nada de eso. Lo que pasa es que quieren llegar muy alto, pero para eso hay que empezar muy abajo.

Pareciera que cada día se inicia la construcción de un edificio. Cientos de obreros trabajan con maquinaria pesada para abrir tremendos boquetes y preparar la tierra para que de ella brote otro leviatán de acero, vidrio y concreto. Otro más.

Para nadie es secreto que durante los últimos cincuenta años, la metrópoli se ha visto poblada por un número cada vez mayor de inmuebles verticales. Progresivamente el perfil de la ciudad ha pasado de ser plano a espinado. Los edificios están por todas partes y los hay para todo propósito: para trabajar o para vivir; para usos del Estado o para servirle a los empresarios. Los hay de todos los colores y de todos los estilos. Los hay muy coquetos y los hay espeluznantes.

Pero lo que no todo el mundo sabe es que todos los edificios de este país comparten una característica. Todos y cada uno, son para siempre.

A diferencia de otros países, donde los edificios que pasan de su fecha de expiración desaparecen en una nube de polvo y dinamita, aquí es impensable realizar una demolición controlada. Y no porque se tenga una conciencia de conservación del patrimonio arquitectónico: sencillamente resulta más económico comprar otro terreno y construir un rascacielos nuevo. Y es así como la ciudad se extiende horizontalmente, llenándose de edificios nuevos por todos lados mientras las propiedades de un piso desaparecen a un ritmo trepidante.

Y es por lo mismo que la ciudad incrementa su colección de construcciones recargadas de años, con elevadores descompuestos, pisos arruinados y fachadas en descomposición. Casi dan ganas de suceda alguna catástrofe apocalíptica para limpiar el panorama de todos los vejestorios inservibles.

Pero desear que se detenga la construcción de edificios tal vez sea un error. Tal vez lo que esta ciudad necesita es lo contrario: muchos más edificios. Cientos. Miles. Todos construidos lo más junto posible, y a la misma altura. Así, eventualmente se podrán unir las terrazas de todos para luego pavimentar encima, creando una meseta artificial ubicada a decenas de metros del suelo. Y en esta meseta, se podría sembrar césped y plantar árboles. Y así, la ciudad podría empezar de nuevo.

domingo, 21 de marzo de 2010

El sueño, sueño es

(Foto: Ryan McVay)

Conozco a una madre, una hija y una nieta que han heredado una misma dolencia que les ha causado indecibles sufrimientos. Implacable, esta desventura ha pasado de rama en rama del árbol genealógico. Habrá que ver si la siguiente generación se salva de este desorden. Pero todo dependerá de que nadie les vele el sueño.

La desdicha que aqueja a estas pobres mujeres es la misma: padecen de sueño frágil. Conciliar el sueño es para ellas una tarea complicada y ardua. Las casas deben estar en silencio absoluto. La oscuridad debe ser completa. Nada de vibraciones, nada de olores y de ser posible, nada de sabores. De lo contrario, se ven obligadas a pasar una noche de insomnio, lo cual repercute inexorablemente en el resto de miembros de la familia.

Es importante mencionar que el sueño frágil no es ocasionado por características de índole genética. Ninguna de las mujeres mencionadas anteriormente nació con esta particularidad, pero cada una de ellas tuvo la mala suerte de ser la primogénita. Y por ser el primer retoño, sus inexpertos padres hicieron lo que cualquier persona caritativa haría: hicieron lo posible por crear un ambiente ideal para que la infanta pudiera dormir cómoda sin ruidos ni molestias. Pero esta inocente acción, ejecutada con la mejor de las intenciones, resulta ser contraproducente en extremo.

La razón por la cual la fragilidad somnífera es un desorden muy propio de los primogénitos se debe a que a partir del segundo hijo, los padres están mucho más experimentados, y saben que los niños no se desbaratarán si se caen de cabeza desde un segundo piso, aunque caigan de cara sobre unas gradas. Tampoco se preocupan de apagarles las luces, de bajarle el volumen al televisor y mucho menos de cuidarles el sueño. Los niños así criados se ven beneficiados de una poderosa habilidad para descansar donde sea, cuando sea y como sea. Entre más ruidosos los ambientes a los que son expuestos los niños, más fácilmente lograrán dormir más adelante.

Es común oír historias de hijos medios que se quedan dormidos en el piso de la sala, con las luces prendidas. También son capaces de dormir con la televisión o el radio puesto a todo volumen. Ver a un hijo no-primogénito dormir es como ver un juguete quedarse sin baterías. Simplemente se desactivan.

Por supuesto, una persona con un sueño tan profundo como el de un hijo no-primogénito es totalmente vulnerable a las condiciones del medio. Si hay una inundación, será la última persona en enterarse. Si hay un terremoto, es probable que simplemente únicamente se de vuelta y siga durmiendo como un lirón mientras la casa se le cae encima. Por eso es que los de sueño pesado necesitan de alguien que reaccione al menor ruido o cambio de temperatura, alguien que se levante de un brinco y de la señal de alarma para que los demás no pasen del sueño profundo al sueño eterno. Para eso, no nadie mejor que un primogénito.

viernes, 19 de marzo de 2010

Terribles remociones

 
(Foto: SuperStock)

Para un hombre heterosexual, sentir una mano palpándole a uno la posadera suele ser inquietante. Es peor si la mano en cuestión resulta ser masculina. Pero la cosa se vuelve traumática cuando la mano masculina le pertenece a uno, y cuando ésta tantea la parte posterior del pantalón propio, se topa con un gluteus maximus donde debería estar una cartera.

Los hombres -a diferencia de las mujeres- acostumbran portar sus carteras tan cerca del cuerpo que con el tiempo se vuelven parte de ellos. Así como hay órganos que segregan bilis, ácido y sangre, la billetera viene a ser como la glándula financiera, que segrega una hormona llamada dinero, facilitando el proceso conocido como consumismo. Como con todo órgano, hay que mantener a la cartera bien nutrida, para que no produzca disgustos. Pero ante todo hay que tener en mente que una amputación súbita de la cartera puede ser extremadamente dolorosa.

Las extracciones de billetera por lo general son practicadas por talentosos profesionales, que pueden optar a realizar el procedimiento con o sin anestesia. Pero también hay personas descuidadas que usan ropas muy holgadas y que propician así una pérdida autoinducida.

Sea como sea que se practique, la carteroctomía repentina invariablemente deja a un individuo desorientado, confuso y descapitalizado. De nada sirve contar con cuentas de banco henchidas de dinero, pues en ese momento se pierde el acceso a ellas y al resto de recursos. Puede estar uno vestido con ropa fina y cara, pero efectivamente se es tan pobre como el tipo que pide dinero en los semáforos vestido de harapos.

Y como si el empobrecimiento instantáneo no fuera problema suficiente, el robo o extravío de la cartera acarrea problemas mucho más graves debido al doble papel que ésta desempeña. No solamente es portadora de nuestros recursos financieros, sino que además es un repositorio de todos esos importantes documentos que dan fe de quienes somos: licencia de conducir, documentos de identidad, membresía del videoclub, tarjetas de cliente preferente, etc. Durante un tiempo nos vemos obligados a deambular por el mundo sin poder probarle a nadie que merecemos crédito al comprar o que estamos autorizados para conducir vehículos.

Mas perder dineros y documentos no es lo peor de todo. Al fin y al cabo, tarde o temprano se logran reponer. Pero lo que nada ni nadie nos repondrá jamás es la tarjeta que con tanto tesón nos sacrificamos por llenar de calcomanías a cambio de un sándwich gratis. Eso sí que es trágico.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Instancias esculturales

(Foto: Romilly Lockyer)

Cerca de mí, una mujer se sentaba sobre una esfera con la mirada perdida, mientras una serpiente le rondaba los talones. No vi necesidad de alertarla de la presencia del ofidio. A fin de cuentas, éste era de mármol. Pero, aunque fuera auténtico, poco daño podría haberle hecho a la dama, ya que ella misma era de piedra.

La dama y el ofidio en cuestión pertenecían a una de la docena de esculturas que fueron creadas por una serie de artistas nacionales e internacionales durante el festival de escultura, a cuya clausura asistía yo en este momento. Los patrocinadores del evento -un banco, una televisora y una cantera- habían invertido una buena suma durante todo el certamen y ahora hacían otro tanto con este festejo. Personalidades del gobierno y de la escena cultural local se hallaban presentes, así como un enjambre de periodistas que procedían a documentar cada momento, desde decenas de ángulos diferentes.

Cerca de la silla desde donde yo presenciaba la clausura estaba posicionada una pantalla de 30 pulgadas, que reproducía los eventos que sucedían en el podio, ubicado a varios metros de distancia. El estar viendo televisados los mismos eventos que yo presenciaba no dejaba de tener un tinte irreal, pero no tanto como escuchar el tema de la película “La Pantera Rosa” ejecutado en marimba. No pude evitar imaginar cómo se miraría el inspector Clouseau vestido con traje indígena. Colorida imagen, la verdad.

La apertura del parque escultórico interrumpió mis cavilaciones. En estos eventos, hay dos tipos de personas: los que llegan por las obras de arte y los que dirigen resueltamente a la fila del buffet. Una mujer de edad madura se plantó a la par mía intentando repetidamente de entablar conversación conmigo para así colarse en la fila. Procuré ignorarla. Todos saben que la comida en estos eventos siempre se acaba rápido. Al final, la mujer logró colarse, pero como no lo hizo delante de mí, no me importó. Las viandas, elaboradas por un prestigioso hotel, eran tan sabrosas como minúsculas. Con un plato de dichos manjares en una mano y una copa de vino en la otra, me sentí listo para estudiar las obras.

Mientras me paseaba por entre las obras, me dolí profundamente de no haber traído mi cámara. Traté de remediar la situación tomando fotos con mi teléfono celular. Conseguí una encantadora serie de imágenes temblorosas, oscuras y desenfocadas. Guardé el celular y, luego de servirme otra copa de vino, me concentré en las estatuas.

Las esculturas eran impresionantes por su tamaño, pero no dejaba de intrigarme la relación que cualquiera de ellas podía tener con el tema del certamen: la patria inmortal. Lamenté mi falta de conocimientos escultóricos, pero mi ignorancia del tema dejó de preocuparme después de mi tercera copa de vino. Relajado, procedí a deambular sin rumbo por el lugar, rebautizando mentalmente cada escultura según su apariencia: Crucigrama de Rubik, Toalla Enrollada, Mueble Prefabricado, Torre de Dados, Silbato. Seguí en mi tarea de mi apropiación artística hasta que vi el reloj y decidí que era hora de volver a casa. Satisfecho con mi experiencia sociocultural, procedí a buscar la salida.

sábado, 13 de marzo de 2010

Metales pesados, parte dos

(Foto: Win Initiative)

Poco tiempo después de ingresar al estadio, La Gran Banda de Rock hizo su entrada dramática al escenario y el conciertodio inicio. La algarabía de la multitud era inconmensurable. Pero tan sólo minutos después, los músicos veían obligados a detener el concierto por razones técnicas. Él se puso nervioso. Treinta mil latinoamericanos enojados en un solo lugar es una mezcla exclusiva. Él se imaginó a sí mismo batallando por su vida mientras los aficionados enardecidos arrancaban los asientos, derribaban las torres de reflectores y linchaban a la banda. Afortunadamente, el problema fue solucionado y el show se reanudó sin problemas.

Si bien las cámaras fueron prohibidas (así como encendedores, monedas, anillos, pulseras, hebillas, relojes, navajas, llaves, collares y botas punta de acero, entre otras cosas), los teléfonos celulares sí podían ser ingresados y la gente no desperdició oportunidad para llevarse un par de recuerdos digitales del evento, algunos con más éxito que otros. En lugar de los encendedores y las velas presentes en los conciertos del pasado, las pantallas de teléfonos y PDAs iluminaban el recinto. Esa noche los sitis de redes sociales como YouTube, Flickr y Facebook se vieron inundados de cientos de miles de fotos borrosas y oscuras, así como por videos con pésimo sonido y cero visibilidad.

Si bien él no conocía ni la mitad de las canciones de LGBR, procuró tararear las que sí se sabía. Aunque la visibilidad no era muy buena, la característica de la sección donde él y sus amigos se encontraban era que tenía asientos, lo cual constituía una ventaja estratégica indiscutible. En cambio, los pobres de Gramilla y VIP a pesar de pagar elevados precios por sus boletos, tuvieron que estar de pie casi ocho horas.

Si bien en el exterior fue necesaria la presencia de los escuadrones antimotines, él debió reconocer que para quienes estaban adentro del estadio, la experiencia en general fue muy tranquila. A los destellos de la pirotecnia del show de LGBR, se aunaron las nubes de sustancias prohibidas que estaban siendo consumidas por algunos de los espectadores. Algo tiene el rock que siempre incita a la gente a consumir hierbas. Tal vez por ello fue que algunos consideraron una buena idea trepar la valla de seis metros que separaba al graderío de la gramilla. Él contempló a decenas de individuos trepar digilentemente la valla y pasarse, hasta que una imprudente y torpe jovencita se quedó atorada en el alambre de púas que coronaba la valla y requirió de la ayuda de seis personas para bajarla de allí.

Aunque él se divirtió bastante con sus amigos durante el concierto, algo se hizo muy evidente: ninguno de ellos era ya un jovencito. Aunque la música siguiera siendo la misma, ellos sí habían cambiado. Espaldas, piernas y estómagos se revelaron en los días subsecuentes, obligando a más de alguno a pasar días enteros en reposo.

Y es que eso es lo malo de subirse al tren de la nostalgia: entre más lejos trata de retrocederse, más violento es el retorno al presente.

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Lecturas relacionadas: Metales pesados, parte uno.

jueves, 11 de marzo de 2010

Metales pesados, parte uno

(Foto: Burke Sampson)

Si se lo hubieran dicho hace veinte años, él no lo hubiera creído. Hubiera dicho que una banda de rock tan grande como esa nunca iba a fijarse en un minúsculo país tercermundista como el suyo. Y durante mucho tiempo, él estuvo en lo correcto. Pero algunos nuncas se llegan.

Hubo muchas falsas alarmas. Diez años atrás, la gente estaba segura de que La Gran Banda de Rock iba a venir, pero nada se materializó. Luego, un lustro después, reiniciaron los rumores. Pero nada sucedió, y mucha gente creyó que nunca iba a suceder. Pero a finales del año pasado, comenzó a hacerse más y más evidente que LGBR sí iba a llegar al país. La gente comenzó a entusiasmarse fuertemente. A pesar de LGBR llevaba 30 años de existir y hacía 20 que no sacaba un album digno de oirse, su música había impactado de forma indeleble la adolescencia de miles de personas. Además, ahora habían hecho un cambio en su música y habían regresado a sus orígenes.

Él consideró ir al concierto, pero recordó sus experiencias anteriores. En el último concierto al que había asistido, había estado a punto de morir aplastado por la multitud a tan sólo diez metros del cantantante. También se habían producido unos disturbios bastante fuertes. El colmo fue cuando la multitud de las localidades de precio económico invadió la sección VIP. Por estas y muchas otras razones, él no quería asistir.

Pero sus amigos sí. Para ellos el concierto era una oportunidad de subirse a la máquina del tiempo llamada nostalgia y viajar a una época mucho más sencilla, carente de compromisos y repleta de juventud. Contagiado por su entusiasmo y dúctil ante la presión de grupo, él accedió a acompañarlos, aunque no pensaba pasársela demasiado bien.

El día del concierto, él reconsideró la sabiduría de su decisión. El área alrededor del estadio hormigueaba de gente y había sido transformada en una especie de mercado express, con decenas de puestos de comida y ventas de todo tipo. Si bien el licor estaba prohibido adentro de las instalaciones, la gente lo consumía libremente antes de entrar. Él estaba sorprendido del nivel de fanatismo exhibido por algunas personas. Había gente que había viajado varias horas en buses para asistir. Otros habían acampado con días de anticipación para no perder su lugar en la cola. ¿En que lugar había venido a meterse?

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Lecturas relacionadas: Metales pesados, parte dos.

martes, 9 de marzo de 2010

Un idilio muy selecto

(Foto: Markku Heikkilä)

No fue sino hasta que la vi ese día en el supermercado que me di cuenta cabal de cuánto la había extrañado durante todo nuestro distanciamiento.

Cuando la conocí, yo era prácticamente un niño mientras que ella había sido amiga de la familia desde siempre. Al menos de mi parte, fue lo más parecido al amor a primera vista. Nuestros primeros encuentros fueron casuales, y debo admitir que ella me hablaba de cosas que yo no entendía, pero me encantaba tratar de descifrarla.

Ella tenía muchas facetas. Podía ser muy seria o contar unas historias tan divertidas que lo hacían a uno rodar por el suelo a carcajadas. Con la misma facilidad hablaba de deportes, política o literatura. Era tan popular, que a veces costaba mucho tener un rato a solas con ella. Todos la querían. A veces me enteraba que ella había salido con mi hermana un día, otras veces andaba con mi madre y unas más con mi abuela. Así que aprendí a valorar nuestro tiempo juntos. A mi me encantaba compartir el desayuno con ella los fines de semana. Una vez le derramé un poco de yogur encima, pero a ella no le importó, y como si nada, siguió contándome sobre unos saboteadores italianos que habían instalado bombas a bordo de minisubmarinos durante la Segunda Guerra Mundial.

Ella le brindó nuevos horizontes a mi cultura: por ella sé que la última actuación de Voltaire fue la mejor de su vida. También me ayudó a conocerme a mi mismo. Con sus hilarantes historias, desarrollé mi gusto por la comedia. Con sus antologías de caricaturas, me di cuenta lo mucho que me gustaba dibujar.

Pensé que íbamos a estar juntos por siempre, pero me equivocaba.

De un día al otro, ella comenzó a cambiar profundamente. De ser culta y sofisticada, pasó a ser intrascendente y superficial, una más del montón. También comenzó a adelgazar mucho. Incapaces de aguantar sus radicales cambios de comportamiento, mi familia y yo nos fuimos alejando de ella hasta que dejamos de verla por completo. Un par de veces me la encontré casualmente en la casa de algún amigo, pero nunca me sentí inclinado a acercarme, y ella tampoco. Con el tiempo, dejé de pensar en ella y me enfoqué en otras áreas de mi vida.

Y así estuvieron las cosas por mucho tiempo hasta que un día en el supermercado, cuando yo estaba haciendo cola frente a la caja registradora, tropecé con un anaquel y al volverme, allí estaba ella.

Había cambiado muchísimo. Todavía estaba penosamente delgada, pero se miraba saludable. Me comenzó a contar sobre nuevas estrategias de seguridad para automovilistas y sentí brotar un caudal de contradictorias emociones reprimidas. Finalmente me pregunté, ¿era posible que pudiéramos volver a ser como antes? Yo no lo sabía, pero estaba dispuesto a intentarlo.

Así que la tomé en mis manos y salimos juntos de la tienda. Yo estaba feliz. Ya hacía demasiado tiempo que no había pasado una tarde con una revista Selecciones nueva, así que ahora estaba decidido a disfrutármela hasta el último artículo.

domingo, 7 de marzo de 2010

Misoginia a la hora del té

(Foto: Anne Rippy)

Lo primero que dijo al sentarse fue:

-Eso de que las mujeres manejan mejor que los hombres es completamente falso. Todo el mundo sabe que todos los accidentes de tráfico los ocasionan las mujeres.

Desde siempre, Vinicio siempre ha sido de opiniones muy firmes, especialmente con respecto al género femenino. No por nada una estudiante de Humanidades le clavó el apodo de “Chau, Vinicio” y otra más críptica le puso “Onigósim”. Pero eso a Vinicio nunca le importó, así como ahora tampoco le importaba estar haciendo comentarios de ese calibre en medio de un restaurante repleto de señoras celebrando el Día Internacional de la Mujer.

Quienes hemos elegido ser sus amigos, hemos aprendido a ignorar a Vinicio cuando empieza con sus postulados socioculturales. Mientras nos servían las bebidas, Vinicio prosiguió:

-Amigos míos, la cosa es así: Las mujeres carecen de nuestra habilidad natural para calcular espacio tridimensional. Por ello manejan despacio y traban el tráfico, lo que causa frustración en los demás conductores, lo que los hace tomar medidas desesperadas que al final ocasionan colisiones. Esa es una forma en la que las mujeres causan accidentes.

Volteé a ver a Ernesto, quien sonreía divertido ante los desvaríos de nuestro compañero. Su novia dice que a Vinicio en vez de darle el pecho, le dieron la espalda.

-Para evitar que las mujeres traben el tráfico, algunos hombres toman el volante y llevan a sus mujeres en el asiento de copiloto. Pero aunque las mujeres son pésimas conductoras, son peores como navegantes. Se la pasan todo el camino señalando cosas que no les parecen de la forma en la que maneja el hombre. Que va muy rápido, que muy lento, que está muy pegado al de enfrente, que se pasó un rojo. Un piloto, atarantado de tal modo, pierde el control del volante y choca. Otro accidente ocasionado por una mujer. Por eso, si uno insiste en llevar a una mujer en el auto, hay que llevarla amordazada. O en el baúl.

Algunas mujeres de las mesas vecinas empezaban a prestar atención a la perorata y sacudían la cabeza disgustadas. Sorprendí a Roberto fingiendo leer el menú cuando en realidad escondía la cara para que la gente no lo viera en compañía de nuestro querido orate. Saúl intervino: 

-Pero hay accidentes donde el hombre iba solo. ¿Esos también son culpa de las mujeres?

-Pues claro. En esos casos, siempre resulta que el hombre perdió la concentración por estar hablando con alguna mujer por teléfono. Siempre es culpa de la mujer.

Vinicio iba a decir algo más, pero fue interrumpido por la mesera, quien traía nuestros platos. Cuando nos disponíamos a comer, con el rabillo del ojo, me di cuenta que nuestra mesera y varias de sus compañeras nos espiaban desde la cocina. Parecían esperar algo. En el momento en que Vinicio tragó su primer bocado, ellas se codearon unas a otras, sonrientes y con un aire de satisfacción.

viernes, 5 de marzo de 2010

Tic TAC

(Foto: Rubberball)

Las introspecciones suelen ser algo muy personal, a menos que las exija el doctor. En esos casos se vuelven algo muy gráfico.

Él se sintió confundido cuando el doctor le recetó una Tomografía Axial Computarizada (TAC). El nombre tan rimbombante le hizo sentir especial curiosidad, pues si bien él las había oído mencionar las tomografías incontables veces en la televisión, nunca en la vida le habían hecho una.

Cuando él se apersonó en la sala de Radiología, se encontró frente a frente con un descomunal aparato color blanco de forma toroide. Siguiendo las indicaciones del técnico, él se descalzó y se acostó boca arriba en la camilla con la cabeza colgando. Motores hidráulicos ocultos hicieron avanzar la camilla hasta colocarla en el centro de la colosal máquina, la cual empezó se encendió más luces que un árbol de Navidad y empezo a rugir mientras sus componentes internos giraban irradiando generosas dosis de radiación electromagnética por todos lados.

Como él no tenía otra cosa que hacer más que permanecer inmóvil en la incómoda posición necesaria para realizar la TAC, le dio permiso a su hemisferio derecho a divagar a su sabor y antojo. Obedientemente, su cerebro produjo una serie de imágenes mentales, cada una más alucinante que la anterior. Empezó con visiones de Bill Bixby desempeñando el papel de Bruce Banner en cierta serie de televisión de los setentas. Si las sobredosis de rayos gamma lo ponen a uno verde, ¿de que color lo pondría a uno una sobredosis de rayos X?, se preguntó. No lo sabía, pero no le urgía averiguarlo.

Justo cuando se imaginaba a si mismo como un astronauta en su nave espacial surcando el universo en búsqueda de vida extraterrestre, la máquina se detuvo. La tomografía estaba lista.

El técnico le invitó a ver las imágenes y él aceptó, sin imaginar que iba a ver algo asombroso. En cada cuadro, huesos, músculos y cartílagos aparecían rebanados como si un inmenso cuchillo le hubiera rodajado su cráneo. Una rebanada en particular le llamó la atención.

-Eso parece un rostro, dijo sorprendido.
-En efecto, fue la respuesta. Así luce su cara cuando es bañada en rayos X.

Volvió a ver la imagen con más detenimiento. Pero en vez de reconocer la amable faz que veía todos los días en el espejo del baño, se topó con un insólito semblante desnarigado, de ojos sin pupilas, incisivos negros y sin una mandíbula inferior visible. Lo único que él pudo pensar es que el astronauta de su imaginación al fin había encontrado a su marciano.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Requisas hematológicas

(Foto: Jenni Holma)

Él contempló los papeles que sostenía en sus manos. Debía haberlos estudiado detenidamente antes de presentarse al examen, pero no había pasado de darles una lectura superficial. Distraído en estas cavilaciones, no oyó cuando lo llamaron. Fue hasta que dijeron su nombre por segunda vez que reaccionó. Él suspiró y se puso de pie. No había entrado al examen y ya sabía que ese día iba a correr la sangre.

Este era tan sólo el más reciente capítulo de la enfermiza saga que se había iniciado dos meses atrás con un catarro inocente y que más tarde se había convertido en un malicioso broncoespasmo con una buena dosis de rinitis. Aparte de recetarle variados remedios, el doctor le había ordenado realizarse dos exámenes de laboratorio.

La primera prueba, un examen de sangre, requería un ayuno previo de 14 horas. Eso dio al traste con sus planes de asistir a una cena con amigos. Ayunar era una cosa. Ayunar rodeado de suculentas viandas, era muy otra. Aparte, conocía a sus amigos, y ya sabía los intercambios que iban a producirse:

-¿Por que no comes? ¿Acaso estás a dieta? No te preocupes, los aperitivos son bajos en calorías, te lo aseguro.
-No estoy a dieta, tan sólo tengo que hacerme un examen de sangre mañana.
-Un examen? Estás enfermo?
-No creo estarlo. Pero mi doctor me lo ordenó.
-¡Que mal! Bueno, al menos tómate un trago.
-Gracias, pero paso.
-¿Que pasa, ahora eres AA? Disculpa, no sabía. ¡Que desconsiderado de mi parte ofrecerte licor!
-No, pero como te dije, tengo que hacerme un examen, y…
-¡Ay, no!, ¿En serio no estás enfermo? ¡Dinos la verdad! ¿Cuanto meses te quedan?
-…

Prefirió quedarse en casa.

Al dia siguiente, mientras le masajeaban el brazo para hallarle la vena, él pudo percibir a sus víceras protestando a coro por el ayuno. Paciencia, mis niñas. Ya nos hartaremos, ya verán. La expresión confundida de la laboratorista le hizo ver que había dicho la frase anterior en voz alta. Silencio incómodo.

La remoción de sangre procedió sin novedad. Mientras caminaba hacia la salida con un cuarto de onza menos de sangre en el cuerpo y un diminuto vendaje adhesivo sobre el área de la extracción, él se alegró de no ser como su amigo Braulio, un agujafóbico declarado, a quien la simple mención de la parábola del camello y la aguja bastaba para hacerlo entrar en convulsiones y ataques de pánico.

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Lecturas relacionadas: Grandes aspiraciones y Respiraciones irrestrictas.

lunes, 1 de marzo de 2010

Respiraciones irrestrictas

(Foto: Stone Images)

Lejos estaba él de imaginarse, después de tanto tiempo de batallar decididamente contra su enemigo, que vencerlo iba a resultarle tan perjudicial.

Su lucha contra la obstrucción nasal ya llevaba varias semanas. Pero hacía diez días que él había acudido con un especialista y el hombre le había recetado una cantidad enorme de pastillas, medicina aspirada y lavados nasales.

Le tomó tiempo acostumbrarse a tomar una pastilla en la mañana, otra en la tarde y otra más en la noche. Le daba pánico olvidar tomar alguna, pero a veces olvidaba si ya la había tomado. Consideró durante incontables minutos si era peor la sobredosis o la falta de medicamento. Finalmente logró desarrollar el sistema de contar las pastillas restantes para así deducir si ya había tomado la pastilla del día o no.

Pero lo peor de todo fueron los lavados nasales. Tres veces al día, él tenía que llenar una jeringa con una mezcla de agua y bicarbonato, meterla en cada una de las ventanas de su nariz y disparar su contenido. Cuando el salado líquido resbalaba por sus senos nasales hacia su garganta, él no podía evitar recordar las veces que había estado a punto de ahogarse en el mar. El recuerdo fue especialmente vívido en una oportunidad en que cometió el error de inhalar aire al mismo tiempo que vaciaba la jeringa dentro de su nariz.

Llegado el séptimo día de tratamiento, la infección que lo había aquejado por dos semanas finalmente comenzó a sucumbir. Los olores que tanto tiempo había perdido comenzaron a regresar a sus narices. Un día se dio cuenta que ya podía percibir el olor a tierra mojada, el champú de su hermana, y el sabor de los pimientos rellenos de su madre.

Al día siguiente, percibir el olor a café recién hecho en la oficina. Pudo darse cuenta de que alguien fumaba en la calle sin tener que voltear a ver.

En eso llegó la hora del almuerzo. Él y varios de sus compañeros de trabajo pasaron a la cafetería a calentar los alimentos que habían traído en sus portaviandas y se sentaron a comer. Cuando la persona sentada a la par suya destapó sus recipientes, descubrió lo que parecía un filete muy extraño. “¿Que trajiste?”, le preguntó él. “Hígado a la parrilla”, fue la respuesta.

Él quiso huir, pero ya era demasiado tarde. Mientras sentía el punzante aroma invadír inmisericordemente sus prístinas fosas nasales y ultrajar totalmente su sentido del olfato, él maldijo de corazón a toda la ciencia médica, y a su miserable efectividad. Conteniendo las lágrimas, añoró los días en los que a sus senos nasales no entraba oxígeno ni olor alguno y su nariz no servía más que para adorno.

Por si no los han leído:

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