viernes, 30 de abril de 2010

Diferentes, pero semejantes

(Foto: Stone)

Si bien hombres y mujeres pertenecen a la misma especie, frecuentemente cuesta creerlo. Cada uno vive la vida con intereses diametralmente opuestos, lo que frecuentemente puede hacer muy difícil la comunicación entre los sexos. Difícil, pero no imposible. Tan sólo hay que hablarle a cada uno en términos que entiendan. Por eso es que en esta oportunidad les presentamos dos versiones del mismo artículo, escritas para que cada sexo pueda entenderlo a cabalidad.

Haga clic en una de las dos versiones del artículo para continuar:

viernes, 23 de abril de 2010

¿El adiós al libro?

(Foto:Justin Hutchinson)

Imaginen que unos días antes de celebrar su fiesta de cumpleaños, tocaran a su puerta para avisarles que tienen los días contados. Menudo chasco, ¿no? Pues eso exactamente le ha pasado al libro de papel.

Cuando poco faltaba para celebrarle su día, las publicaciones de tecnología ya le han vaticinado al libro análogo su pronta defunción a manos de las nuevas computadoras-tableta. Estas modernas maravillas tienen pantallas grandes, texto de tamaño ajustable y suficiente disco duro para meterles todos los textos que uno quiera. Por si eso fuera poco, con las tabletas se puede navegar en la Red, crear documentos, bases de datos, presentaciones y mil cosas más. Pero a pesar de todas las maravillas de las tabletas, aun falta bastante para que acaben con los libros de papel, como tanto se ha profetizado.

Es cierto, un material impreso no cuenta con vistosas animaciones, hipertextualidad o acceso a la Red, pero goza de una presencia y una legitimidad que no tiene el texto electrónico. El libro digital está compuesto de unos y ceros transformados en millones de píxeles exhibidos detrás de una vitrina de cristal líquido, donde no pueden ser tocados sin riesgo de electrocución. En cambio, el papel y la tinta que constituyen un libro invitan a ser palpados y experimentados a la vez que le prestan colores, texturas y aromas propios a la lectura. Así como el olor a automóvil nuevo es parte de la experiencia de conducir, el intoxicante perfume de la tinta en un libro recién impreso llega hasta lo más profundo del cerebro del lector.

Y es esa experiencia táctil la que hace que un libro de papel se sienta auténtico en nuestras manos. El libro análogo es algo que se puede poseer, prestar, anotar, personalizar, dedicar. ¿Cómo dedicaran los autores los libros electrónicos descargados por sus lectores? ¿Acaso tendrán que firmarles el Kindle?

Otro triste aspecto de la inmaterialidad de los libros electrónicos es carecen de una portada. Claro, en la versión digital del texto se suele incluir una foto de la portada, pero ¿cómo va a ser lo mismo? Aunque el refrán dice que no puede juzgarse un libro por la portada, millones de personas saben que eso no es verdad. Parte de la gracia de visitar una librería es deambular sin rumbo entre las estanterías, y permitir ser seducidos por los cantos de sirena de los cientos de portadas que con colores, textos y formas nos persuaden a la compra.

Finalmente, una supuesta “ventaja” de los libros electrónicos es que puede guardarse la Biblioteca de Alejandría entera en un espacio menor al de una caja de zapatos. ¿Y que gracia tiene eso? Para quien gusta de los libros análogos, esta no es ventaja alguna, pues esos tomos compuestos de hojas impresas, cosidas por un extremo y protegidas por una portada, son artefactos preciosos para el bibliómano, y constituye un especial gozo exhibirlos en las libreras. Desde allí constituyen mudos garantes de nuestro acervo cultural, de nuestra pasión por la lectura, de nuestra sed de conocimiento. Son nuestros tesoros literarios, mucho más valiosos que el oro y la plata.

¡Larga vida al libro!

viernes, 16 de abril de 2010

Epílogo a un desafío

(Foto: Ofer Wolberger)

Amigos míos (espero que no les moleste que a estas alturas ya los considere mis amigos), es con un gran gusto que me permito anunciarles la feliz conclusión del Desafío 35 en 69, un desmadre de índole pírrica que probablemente no sea repetido en un buen tiempo. Gracias a todos por dedicar tiempo a ingerir las delirantes lecturas que se encuentran aquí así como gracias por todos los comentarios recibidos. Y si por casualidad son de los que no han dejado ninguno todavía, ¿qué mejor momento para empezar que éste?

Antes de retirarme, los dejo con una entrevista realizada a este humilde servidor por los buenos amigos de Échate Un Click para conmemorar el aniversario de las Neuronas y nuestro arribo a los cien posts. A diferencia de la que aparece en el último post, ésta si es una entrevista de verdad, a pesar de lo cual espero que les guste.

A propósito de la centena

(Foto: Antonio M. Rosario)

En este día, Neuronas Parlanchinas arriba a otro hito en su historia: Cien artículos. Para conmemorar esta instancia histórica, les brindamos en esta oportunidad una entrevista con el autor de este centenar de delirios. Una oportunidad para conocerlo e idolatrarlo.

Entrevistador: Buenas noches, podría dar su nombre y ocupación, por favor?

Autor: ¿Y usted quién es y qué hace en mi casa? ¡Váyase de aquí antes de que llame a la policía!

E: Le visito para entrevistarlo por ocasión del centésimo artículo publicado en Neuronas Parlanchinas. Le agradeceré encarecidamente que deje de golpearme con ese bate de aluminio. Si me fractura el otro brazo no podré tomar apuntes.

AA: Quien entra por una ventana ajena, se atiene a las consecuencias.

E: Toqué la puerta, pero nadie me abrió. Y usted no contestaba su teléfono.

AA: El hecho de que sean las cuatro de la mañana puede haber tenido algo que ver.

E: Tan sólo era mi intención entrevistarlo sin las interrupciones de la vida cotidiana. ¿Le molesta si empezamos la entrevista? Sus lectores se lo agradecerán.

AA: De acuerdo, pero hágame favor de no desangrarse encima de la alfombra. Cuesta demasiado sacar las manchas.

E: Mil disculpas, prometo no hacerlo más. Empecemos entonces. Para quienes no lo saben todavía, ¿Que es ‘Neuronas Parlanchinas’?

AA: Es el espacio de expresión donde las neuronas de mi cerebro pueden comunicarle al mundo sus intereses, inquietudes, ansiedades y pasiones prohibidas.

E: ¿Y cómo fue que decidió empezar?

AA: A mis neuronas siempre les ha gustado hablarme, desde que era chico. Durante mucho tiempo ellas se contentaron con tenerme únicamente a mí como audiencia, pero hace precisamente un año decidieron que esto ya no era suficiente. Así que me llevaron aparte y me hicieron ver que las verdades enunciadas por sus voces silenciosas debían ser puestas a disposición del mundo entero. Un par de horas después ya estaba funcionando el sitio web.

E: Tengo entendido que usualmente no se dedica a la escritura.

AA: Y no lo hago. Todo lo que encuentran en el sitio ha sido puesto allí por las neuronas. Eso sí, el logo que habían elegido originalmente era terrible, así que les ayudé a escoger uno más apropiado. Mis neuronas escriben muy bien, pero pueden ser muy malas para la estética.

E: ¿Nos puede contar sobre algunos temas que piensa tratar en ediciones futuras de Neuronas Parlanchinas?

AA: Me gustaría decírselo, pero me es imposible. Tan sólo tengo acceso al material en el momento de publicarlo. Las neuronas son así, les gusta el secreto. Por eso escribo con los ojos cerrados.

E: Con el permiso de usted, me siento algo mareado, y antes de desmayarme me gustaría concluir la entrevista para a ir a un hospital. ¿Algún último pensamiento que le gustaría compartir con su audiencia?

AA: No es bueno meterse los codos en la nariz.

E: No podríamos estar más de acuerdo.

martes, 13 de abril de 2010

A burro negro no le busques pelo blanco

(Foto: Peter Cade)

Los cabellos ajenos pueden, en ciertas circunstancias, producirnos severos disgustos. El comensal que encuentre uno en su sopa, verá arruinada su cena. La dama que encuentre uno en el marido, probablemente emprenderá camino donde su abogado. Pero por muy molestos que sean los cabellos ajenos, los propios pueden dar sinsabores más graves. Como cuando los encontramos en nuestras sienes, impúdicamente desprovistos de toda pigmentación.

Por muy jovial que uno quiera ser, encontrarse el primer cabello gris en la cabeza le marca a uno la vida. Quien se topa con tan desagradable hallazgo, invariablemente pasa a experimentar algunos o todos de los procesos mentales siguentes:

Negación: “Eso no era una cana. Si entrecierro los ojos y apago la luz, mi cabello todavía se ve oscuro. Esto no me puede estar pasando, no a mí.”
El individuo reacciona arrancándose la cana, tiñéndola o bien peinándose con cuidado para esconderla entre los demás cabellos. Luego procede a fingir que todo sigue igual que antes. Esta etapa puede durar años.

Cólera: “¿Por qué yo? ¡No es justo! ¿Cómo pudo salirme una cana a mí? ¡No voy a descansar hasta hallar al culpable!”
En esta segunda fase, el individuo no puede seguir negándose a ver la realidad. En estos momentos, la persona es muy difícil de tratar, pues maneja ira y envidia mal enfocados. Ver a alguien con una cabellera sin canas produce en el individuo oleadas de envidia y resentimiento. Se arrojan a la basura sombreros demasiado ajustados y champús-acondicionadores, a los cuales se culpa de provocar la situación.

Negociación: “Tan sólo quiero conservar mi cabello oscuro hasta que me asciendan a gerente. Haría cualquier cosa por un poco más de tiempo con el pelo oscuro. Con gusto daría todos mis ahorros si tan solo...”
La tercera etapa hace surgir la esperanza en el individuo de que puede posponer o retrasar el encanecimiento. Usualmente se dirigen las negociaciones a un Poder Superior a cambio de un cambio de vida. Se intentan tratamientos homeopáticos, masajes orientales y enjuagues orgánicos.

Depresión: “Estoy tan triste, ¿para qué pierdo mi tiempo en hacer cualquier cosa? Voy a tener el cabello blanco, y nada puede evitarlo. Extraño a mis rizos castaños...”
En esta cuarta fase, la persona empieza a entender la certeza del encanecimiento. Debido a esto, el individuo puede volverse muy callado, negarse a recibir visitas y pasar mucho tiempo llorando y doliéndose por sus cabellos palidecidos. Este proceso le permite al individuo a desconectarse a si mismo del color de pelo que alguna vez tuvo. No se recomienda intentar alegrar a la persona en este estado. Es un importante momento que debe procesarse en su totalidad. Se recomienda acudir a expertos en el tema, como barberos y estilistas.

Aceptación: “Todo va estar muy bien. No puedo luchar contra ello, por lo menos puedo hacer preparativos para su llegada.”
La última etapa viene con la paz y el entendimiento que tener la cabeza cubierta de canas no está tan mal. Los sentimientos de tristeza y cólera desaparecen por fin y se aprende a convivir, complaciéndose con la apariencia de distinción y seriedad que las canas otorgan. La apreciación por los cabellos desprovistos de pigmento llega de la mano de la comprensión de que hay una cosa peor que tener canas: no tenerlas.

Y si no nos creen, pregúntenle a los calvos.

sábado, 10 de abril de 2010

Vivir duele

(Foto: D. Sharon Pruitt)

La verdad, nunca pensé estar de acuerdo con los emos, pero estos filósofos melancólicos y yo hemos llegado por diferentes caminos a una gran verdad que vale la pena mencionar: que la vida es dolor.

Tal vez suena a exageración, pero es verdad: el dolor es una sensación que nos acompaña desde el nacimiento hasta la muerte. A partir del momento en que el obstetra nos recibe a nalgadas, la vida está compuesta de pequeños y grandes dolores. Difícilmente tendremos un día cuando no sintamos al menos un dolorcillo aquí o allá.

Pocas veces estamos conscientes de cuanto dolor experimentamos porque la mente tiende a olvidar los dolores pequeños -indicadores de molestias pasajeras- y registra únicamente los dolores grandes, que indican males más serios. Así es como tenemos fresco el recuerdo de cuando nos fracturamos un brazo, pero olvidamos las diecisiete veces que hemos dado con el dedo pequeño del pie en la pata de la cama.

A diferencia de muchos, yo sí estoy considerablemente más al tanto del dolor que experimento diariamente, pues gracias a mi torpeza innata, me veo expuesto a mucho más dolor intrascendente que la mayoría. Por algún ignoto desorden en mi sistema de navegación cerebral, siempre me vivo golpeando los brazos con los tiradores de las puertas. Además tengo una propensión a magullarme los tobillos con una frecuencia alarmante. Y mis manos están cubiertas de cicatrices que constituyen silentes testigos de las innumerables veces que me he quemado, rebanado y/o machacado mis queridas extremidades.

Pero hay peores lugares del cuerpo para lastimarse. Con sus billones de sensores de presión, temperatura y dolor, las puntas de los dedos son las campeonas indiscutibles del dolor inconsecuente. Basta un tenue roce para sentir ardor un par de horas. Un tajo minúsculo que perfore la dermis puede causar molestias durante días. Y si uno se corta mal las uñas, tiene molestia para rato.

Si tener dolor es incómodo, no tenerlo es enfermizo. Si no, pregúntenle a los que sufren del CIPA, un raro desorden nervioso que impide la percepción de dolores grandes y chicos, y que obliga a revisarse la piel el día entero para detectar a tiempo cualquier lastimadura antes de que ésta se infecte. Y si por mala suerte un enfermo de CIPA llegara a tener una apendicitis, puede que se entere de ello hasta que le hagan la autopsia. Comparado con eso, hasta el desazón de una uña encarnada resulta apetecible.

miércoles, 7 de abril de 2010

Rezago cultural

(Foto: Antoine Rouleau)

Hace poco los científicos dieron la terrible noticia de que, a consecuencia de los recientes movimientos sísmicos ocurridos en el hemisferio sur del continente americano, los días se ha acortado dos milésimas. Estas fueron malas nuevas para mí, pues ahora tendré aun menos tiempo para actualizarme.

Estar al día es una actividad muy importante para los ciudadanos del siglo XXI. Y nada es más importante que estar al día con el entretenimiento. Pero esto no es precisamente fácil.

Consideremos al mundo del cine, por ejemplo. Se estima que cada año se producen 5,000 películas en todo el mundo. Si calculamos que la duración promedio de una película es de 90 minutos, eso quiere decir que para poder ver todas las películas de este año en un lapso de 365 días, tendríamos que dedicar 20 horas diarias a ello, lo cual nos dejaría exactamente cuatro horas al día para comer algo y dormir antes de volver a empezar.

Y si a eso agregamos los cientos de miles de episodios de televisión, obras de teatro, libros, revistas que entran en circulación anualmente, estamos hablando de millones de horas de entretenimiento que no es posible absorber ni aun teniendo más ojos que una mosca.

Además, el entretenimiento es como la costilla de cerdo: exige tiempo para ser digerido adecuadamente. Los libros exigen una lectura reposada, para que el cerebro produzca las imágenes mentales que el autor desea que construyamos. El cine y la televisión requieren de un análisis semiótico y narrativo, para analizar todos los elementos e historias mostrados en la pantalla. Debido a la gran cantidad de tiempo necesaria para desentrañar cada pieza de entretenimiento, hay que olvidarse de la cantidad y enfocarse en la calidad. ¿Pero cómo elegir lo mejor?

Al rescate llegan los críticos del entretenimiento, quienes dedican su tiempo a experimentar libros, películas y televisión para que nosotros no tengamos que hacerlo. Es gracias a ellos que en vez de tener que ver las 5,000 películas anuales, sepamos que únicamente unas 100 valen la pena ver.

El problema es que aún no he logrado que me paguen por leer libros, ver televisión o ir al cine, así que tengo que hacer milagros con el tiempo libre que me queda. Eso significa que, con suerte hojeo una revista cada dos días, veo una película a la semana, leo un libro cada tres meses y veo televisión cuando puedo. A ese ritmo, calculo ponerme al día con mis pendientes alrededor del año 3026.

Eso, si ningún otro terremoto decide hacernos los días aún más cortos.

domingo, 4 de abril de 2010

Paradisíaca desolación

(Foto: Frank Schwere)

Todos tenemos un momento cinematográfico favorito. Para algunas personas es cuando derrotan al villano o cuando los protagonistas se funden en un apasionado ósculo. Para mí es cuando el protagonista deambula solitario por una ciudad abandonada. En mi opinión, lo único más bello que ver ese momento en el cine, es vivirlo en la vida real.

Afortunadamente, para gozar de una ciudad vacía no es necesario esperar a que haya una invasión extraterrestre, una epidemia, o alguna catástrofe natural. Tan sólo hay que esperar un fin de semana largo. En estas oportunidades, el grueso de la población deja la ciudad en pos de verdes campos, soleadas playas y templadas montañas. Mis condolencias por quienes así hacen, porque no saben lo que se pierden.

Las ventajas de una ciudad vacía son enormes. Precisamente uno de los problemas más grandes de las urbes es la sobrepoblación, que desencadena otros inconvenientes a su vez, como aglomeración, embotellamientos y mil cosas más. Cuando la gente se va, el tránsito se vuelve increíblemente expedito, permitiendo llegar de punta a punta de la metrópoli en minutos, no horas. En vez de perder tiempo dando vueltas y más vueltas a la manzana para encontrar un lugar libre donde aparcar, al conductor le esperan numerosos lugares tentadoramente vacíos y próximos.

Ir a un centro comercial es casi una experiencia surrealista. Nada de tropezar con la gente en los pasillos o tiendas atestadas. Al contrario, los vendedores casi se arrojan sobre los clientes con tal de que les compren algo. La mismo pasa en panaderías, restaurantes y cafeterías. La desesperación del empresario puede ser la bendición del consumidor.

Las calles sin gente invitan a pasear tranquilamente por ellas, experimentando la preciosa soledad, imposible en cualquier otro momento. El silencio es absoluto, y puedo oirse el viento mientras pasa por las calles vacías. La ciudad, en su desolación, se vuelve acogedora y cómoda para quienes saben disfrutarla.

Pero de lo bueno, poco. Las maravillas de una ciudad vacía tan sólo se pueden experimentar en feriados breves, no mayores de tres días. Cuando el éxodo poblacional es más largo, los dueños de negocios deciden que no vale la pena abrir. Esto hace que encontrar un buen lugar donde comer se vuelva complicado. Y si ustedes necesitan comprar enseres de alguna ferretería, les deseo buena suerte. En esos caso, no queda otra que esperar a que gente vuelva y nuestro paraíso de soledad se convierta en la ciudad aglomerada de siempre.

viernes, 2 de abril de 2010

Salvado por la tirana

(Foto: Piotr Powietrzynski)

Luego de esperar más de cuarenta minutos sentado en la sala a que la damita de sus amores terminara de peinarse, Leandro decidió caminar un poco para estirar las piernas. Se aventuró por la puerta abierta del estudio. Y encontró a Graciela, dormida frente al televisor. Con mucho esfuerzo, Leandro reprimió los deseos de asfixiarla con una almohada.

Ya hacía tiempo que Leandro había resuelto que sus visitas a esa casa eran muchísimo más placenteras cuando Graciela no estaba presente. De toda la familia, ella era a la única a quien no podía aguantar.

Por supuesto, él se había cuidado de externar ese sentimiento, pues bien sabía que en esa casa Graciela era el verdadero poder detrás del trono. Ella estaba consciente de su posición y blandía su voluntad como un garrote, haciendo que todos sus caprichos fueran concedidos al instante. Y ¡ay de aquel que cayera en su desgracia! Una multitud de empleadas había desfilado por esa casa hasta que al fin se quedaron con una que no sabía barrer, trapear ni planchar, pero como se había ganado el aval de Graciela, eso era más que suficiente.

Las historias del despotismo de Graciela sobraban. El señor de la casa había tenido un sillón predilecto hasta que Graciela decidió que era el lugar perfecto para ver televisión. De nada le sirvió al pobre hombre haber pasado varias semanas escogiendo el mueble, pues al final, tuvo que cederlo.

Al no ser ni empleado ni familiar de Graciela, Leandro había gozado de una cierta inmunidad hasta ese momento. Pero esto acabaría si él continuaba cortejando a la damita de la casa. A pesar de las consecuencias, él no estaba dispuesto a subyugarse. Si Graciela se metía con él, estaba dispuesto a decirle las verdades en la cara. Hasta le diría lo que en realidad pensaba de sus atuendos, tan chillones y tan poco apropiados para su edad.

Pero ahora que tenía a Graciela frente a él, se le ocurrió que tal vez ella no era la mala de la historia. Ella tan sólo era lo que le habían permitido ser. Si era una tiranuela, se debía a que los señores de la casa eran unos pusilánimes sin un concepto claro de la disciplina. Y si Graciela usaba atuendos horribles era porque en esa casa no les bastaba con ponerle nombres de persona a las mascotas, sino que además les ponían ropa. Si él insistía en seguir visitando esa casa, llegaría a ser igual a ellos, rindiendole pleitesía a una Chihuahua color beige. Sin pensarlo más, Leandro giró sobre sus talones y salió de la casa para no volver, no si antes agradecerle a Graciela por salvarlo de pertenecer a una familia ridícula.

Por si no los han leído:

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