(Foto: Car Culture)
Con un poco de nerviosismo, observo como la broca penetra en el plástico, a tan sólo unos centímetros de mi índice y mi pulgar. Instintivamente, empiezo a retirar los dedos de la pieza que sostengo, pero la voz de don Martín me detiene: “Por favor no se mueva tanto joven, que si se me desvía la herramienta, ya nos llevó la fregada.”
Todo se inició un par de semanas atrás, cuando al acercarme a donde tenía parqueado el vehículo, noté que la insignia frontal estaba colgando únicamente de un soporte. Unos malhechores habían tratado de arrancarme el emblema, pero sin éxito, tal vez por falta de experiencia. Sin embargo, el daño estaba hecho: bastaba un tirón para llevarse la pieza. Con cuidado, la desmonté y la guardé.
Poner de vuelta la insignia tenía sus dificultades. Lo más sencillo era reinstalarlo utilizando adhesivo, pero lo mas probable era que quienes habían fracasado al intentar removerlo la primera vez, fueran exitosos la segunda vez. Necesitaba que la reinstalación fuera hecha incluyendo un elemento de disuasión. No había alternativa: tendría que remachar la insignia.
Eso me trajo con don Martín, uno de los pocos artesanos del ramo que todavía quedan, y quien día con día se encarga de fijar permanentemente los preciosos pedazos de plástico brillante a la carrocería de vehículos de toda marca y manufactura. La idea de ponerle remaches a un emblema es estéticamente aberrante. Los fabricantes de automóviles gastan millones en desarrollar sus marcas e insignias, y difícilmente considerarían como una mejoría la adición de sujetadores de metal a sus logotipos.
Pero como dije antes, no hay otra opción, pues los mismos remaches que afean a las insignias, las hacen inapetecibles a los amigos de lo ajeno. Y por ello don Martín tiene clientes de sobra. Pero esto no es sin incidentes. Una vez un tipo llegó a buscarlo para exigirle que le pagara un tremendo rayón que le habían hecho al tratar de remachar unos logos a la carrocería de su flamante Mercedes nuevo. Don Martín se defendió insistiendo que él no había sido quien le había puesto los remaches. El otro al fin desistió de tratar de cobrarle, pero salió echándole mil maldiciones y jurando y perjurando que nunca en la vida iba a llevarle otro carro a remachar. Pero al mes después estaba de vuelta, trayéndole el auto recién reparado. Al fin y al cabo, había que asegurar las insignias.
Mientras tapiza mis emblemas de remaches, don Martín me regala con más anécdotas.
“La gente a veces me pregunta por qué nunca estoy enojado, que por qué siempre ando alegre, y yo les digo que es porque fui payaso. Y es verdad. Fui payaso en dos circos en México durante un tiempo.” Al verlo riendo alegremente mientras colocaba remache tras remache, es fácil imaginarlo entreteniendo a una multitud bajo una carpa en tierras muy lejanas.
“Es importante tener los insignias colocadas en los carros”, afirma don Martín, al terminar su trabajo. “Porque, ¿sabe cómo se miraba su carro sin su insignia? ¡Así!”, exclama, a tiempo que me sonríe con una dentadura carente de incisivos superiores e inferiores. Y de esa forma, el remachador-payaso logra que otro cliente suelte la carcajada.
sábado, 27 de febrero de 2010
jueves, 25 de febrero de 2010
Recintos de evacuación
(Foto: Matthew Zucker)
Debido a que son áreas tan importantes en nuestras vidas, todos procuramos contar con un baño a una distancia prudencial de donde estemos. Esto nunca es problema cuando nos encontramos dentro de los confines de nuestro hogar, ya que los sanitarios caseros por lo general se mantienen impecablemente limpios. El problema comienza cuando la naturaleza hace su llamado en sitios como mercados, talleres, estaciones de autobuses, gasolineras, etc. En esos casos es preferible buscar el arbusto más cercano, pero cuando no lo hay, nos vemos forzados a incursionar en las instalaciones más insalubres, escalofriantes y angustiosas del mundo conocido: los baños públicos.
Quien se adentra en uno de estos lugares por lo general sigue la misma rutina. Antes de entrar, se empieza a respirar por la boca, para no inhalar la nauseabunda y densa atmósfera. También se procura mantenerse apartado de las paredes y de los otros usuarios. Es en momentos como estos que se desea poseer poderes de levitación y telequinesis para mover todo con la mente y no tener que tocar absolutamente nada, ni siquiera el piso.
Aunque los baños públicos de damas no son un primor precisamente, por lo general se encuentran mucho más limpios que los baños de los caballeros. La razón de ello es que los baños femeninos no tienen ese artefacto tan masculino llamado urinal. Y es que el uso correcto del mingitorio requiere de una puntería que muchos hombres no poseen ni les interesa tener. También es verdad que algunos sociópatas fallan a propósito. Lo cierto es que paredes, pisos y usuarios del baño se ven salpicados mucho más de lo necesario.
Pero hacer aguas en un urinal no es nada comparado con el uso de un retrete público. Este es un horror capaz de hacer llorar al más pintado. Primero, hay que arremangarse la vestimenta pero teniendo cuidado que no toque el piso en ningún momento. Luego el desafío consiste en usar el inodoro sin tocar el asiento donde cientos de miles de personas han reposado su humanidad. Las damas, obligadas a lidiar con este problema diariamente, han desarrollado ingeniosas técnicas como sujetarse firmemente de las paredes para usar el baño suspendidas en el aire o bien forrar el asiento con varias capas de papel de baño. Esta es una muy buena solución, si es que hay papel higiénico. Al terminar, es preciso jalar la cadena sin usar las manos, lo que requiere de una serie de malabarismos muy exactos para no parar metiendo el zapato en la taza.
Finalmente, llega el momento de lavarse las manos. Si se tiene suerte, uno de los lavabos funcionará, pero entonces es probable que no haya jabón. Y si hubiere jabón, entonces no habrá agua. Y si hubiera agua y jabón, entonces no habrán toallas de papel ni funcionará el secador de manos. Es la ley de la vida.
Por estas y otras razones demasiado horripilantes para contarlas, no es de extrañar que algunas personas hayan optado por evadir la penosa experiencia sanitaria comiendo y bebiendo muy poco durante sus salidas. Otros más drásticos han elegido ejercer una tiránica represión sobre sus sistemas intestinales y urinarios mientras se encuentran fuera de casa, negándose a buscar alivio en otro baño que no sea el propio. Los cólicos que tales compresiones producen son sumamente incómodos, desde luego, pero mucho menos que tener que usar un baño público.
Debido a que son áreas tan importantes en nuestras vidas, todos procuramos contar con un baño a una distancia prudencial de donde estemos. Esto nunca es problema cuando nos encontramos dentro de los confines de nuestro hogar, ya que los sanitarios caseros por lo general se mantienen impecablemente limpios. El problema comienza cuando la naturaleza hace su llamado en sitios como mercados, talleres, estaciones de autobuses, gasolineras, etc. En esos casos es preferible buscar el arbusto más cercano, pero cuando no lo hay, nos vemos forzados a incursionar en las instalaciones más insalubres, escalofriantes y angustiosas del mundo conocido: los baños públicos.
Quien se adentra en uno de estos lugares por lo general sigue la misma rutina. Antes de entrar, se empieza a respirar por la boca, para no inhalar la nauseabunda y densa atmósfera. También se procura mantenerse apartado de las paredes y de los otros usuarios. Es en momentos como estos que se desea poseer poderes de levitación y telequinesis para mover todo con la mente y no tener que tocar absolutamente nada, ni siquiera el piso.
Aunque los baños públicos de damas no son un primor precisamente, por lo general se encuentran mucho más limpios que los baños de los caballeros. La razón de ello es que los baños femeninos no tienen ese artefacto tan masculino llamado urinal. Y es que el uso correcto del mingitorio requiere de una puntería que muchos hombres no poseen ni les interesa tener. También es verdad que algunos sociópatas fallan a propósito. Lo cierto es que paredes, pisos y usuarios del baño se ven salpicados mucho más de lo necesario.
Pero hacer aguas en un urinal no es nada comparado con el uso de un retrete público. Este es un horror capaz de hacer llorar al más pintado. Primero, hay que arremangarse la vestimenta pero teniendo cuidado que no toque el piso en ningún momento. Luego el desafío consiste en usar el inodoro sin tocar el asiento donde cientos de miles de personas han reposado su humanidad. Las damas, obligadas a lidiar con este problema diariamente, han desarrollado ingeniosas técnicas como sujetarse firmemente de las paredes para usar el baño suspendidas en el aire o bien forrar el asiento con varias capas de papel de baño. Esta es una muy buena solución, si es que hay papel higiénico. Al terminar, es preciso jalar la cadena sin usar las manos, lo que requiere de una serie de malabarismos muy exactos para no parar metiendo el zapato en la taza.
Finalmente, llega el momento de lavarse las manos. Si se tiene suerte, uno de los lavabos funcionará, pero entonces es probable que no haya jabón. Y si hubiere jabón, entonces no habrá agua. Y si hubiera agua y jabón, entonces no habrán toallas de papel ni funcionará el secador de manos. Es la ley de la vida.
Por estas y otras razones demasiado horripilantes para contarlas, no es de extrañar que algunas personas hayan optado por evadir la penosa experiencia sanitaria comiendo y bebiendo muy poco durante sus salidas. Otros más drásticos han elegido ejercer una tiránica represión sobre sus sistemas intestinales y urinarios mientras se encuentran fuera de casa, negándose a buscar alivio en otro baño que no sea el propio. Los cólicos que tales compresiones producen son sumamente incómodos, desde luego, pero mucho menos que tener que usar un baño público.
martes, 23 de febrero de 2010
Odiosas revelaciones
(Foto: Image Source)
La anciana tía era considerada por todos como una señora adorable y encantadora, hasta que un día reveló tener un lado monstruoso y desalmado. Uno de sus parientes llegó a contarle que iba por la mitad de una novela, la cual que ella ya había leído. La viejecita se volteó y le dijo: “¿Mijito, y ya llegaste a la parte donde lo ahorcan?”
En toda sociedad hay gente desalmada. Pero los cuentafinales son los peores de todos. Parece injusto que ofensas menores como el homicidio y el robo a mano armada son castigadas con cárcel, mientras que el contar finales ni siquiera es considerado un delito. Otra seña más de que nuestro Código Penal necesita una urgente revisión.
Contar el final de una novela, cuento, programa de televisión o película raya entre lo más cruel e inhumano que hay. Según los parámetros internacionales, contar finales puede ser calificado como una forma tortura. Que mejor ejemplo de “un acto realizado intencionalmente por el cual se inflijen a una persona penas o sufrimientos físicos o mentales”?
Las experiencias de entretenimiento funcionan debido a un pacto no escrito entre todos los miembros de la sociedad, donde ninguno le cuenta los finales a nadie, para que todos tengamos la oportunidad de disfrutar igualmente. Pero los cuentafinales toman ese sagrado convenio y lo arrojan a la basura, en un acto de caótico desdén por todo lo que es sagrado.
Las reacciones a los cuentafinales varían. Hay personas muy sensibles y que reaccionan furiosamente, arrojando el libro, apagando la tele o saliendo del cine en medio de una nube de insultos dirigidos al cuentafinales. Ese tipo de personas se niega a seguir con la historia, pues consideran la experiencia totalmente arruinada. También está el otro grupo, en los cuales me incluyo, de los que ignoramos al cuentafinales y seguimos digiriendo el contenido. No sé por que lo harán otros, pero yo lo hago porque existen casos donde la narración del final es falsa, lo que significa que la experiencia sigue intacta. Eso lo sé, porque yo mismo he dicho finales ficticios para tomarle el pelo a la gente.
Pero como estoy consciente de la gravedad de la ofensa, por lo general hago lo posible por preservar la experiencia de entretenimiento ajena. A menos que me lo pidan, nunca cuento un final. Aunque a veces, cuento los finales sin querer. Cuando veo películas o veo programas en la televisión, no puedo evitar pensar en el posible desenlace. A veces no puedo evitar decir entre dientes “¡Ese es el asesino!”, y muchas veces tengo razón, causando la cólera de quienquiera que me acompañe. Pero no es mi culpa. Es de Hollywood, que produce historias tan predecibles.
La anciana tía era considerada por todos como una señora adorable y encantadora, hasta que un día reveló tener un lado monstruoso y desalmado. Uno de sus parientes llegó a contarle que iba por la mitad de una novela, la cual que ella ya había leído. La viejecita se volteó y le dijo: “¿Mijito, y ya llegaste a la parte donde lo ahorcan?”
En toda sociedad hay gente desalmada. Pero los cuentafinales son los peores de todos. Parece injusto que ofensas menores como el homicidio y el robo a mano armada son castigadas con cárcel, mientras que el contar finales ni siquiera es considerado un delito. Otra seña más de que nuestro Código Penal necesita una urgente revisión.
Contar el final de una novela, cuento, programa de televisión o película raya entre lo más cruel e inhumano que hay. Según los parámetros internacionales, contar finales puede ser calificado como una forma tortura. Que mejor ejemplo de “un acto realizado intencionalmente por el cual se inflijen a una persona penas o sufrimientos físicos o mentales”?
Las experiencias de entretenimiento funcionan debido a un pacto no escrito entre todos los miembros de la sociedad, donde ninguno le cuenta los finales a nadie, para que todos tengamos la oportunidad de disfrutar igualmente. Pero los cuentafinales toman ese sagrado convenio y lo arrojan a la basura, en un acto de caótico desdén por todo lo que es sagrado.
Las reacciones a los cuentafinales varían. Hay personas muy sensibles y que reaccionan furiosamente, arrojando el libro, apagando la tele o saliendo del cine en medio de una nube de insultos dirigidos al cuentafinales. Ese tipo de personas se niega a seguir con la historia, pues consideran la experiencia totalmente arruinada. También está el otro grupo, en los cuales me incluyo, de los que ignoramos al cuentafinales y seguimos digiriendo el contenido. No sé por que lo harán otros, pero yo lo hago porque existen casos donde la narración del final es falsa, lo que significa que la experiencia sigue intacta. Eso lo sé, porque yo mismo he dicho finales ficticios para tomarle el pelo a la gente.
Pero como estoy consciente de la gravedad de la ofensa, por lo general hago lo posible por preservar la experiencia de entretenimiento ajena. A menos que me lo pidan, nunca cuento un final. Aunque a veces, cuento los finales sin querer. Cuando veo películas o veo programas en la televisión, no puedo evitar pensar en el posible desenlace. A veces no puedo evitar decir entre dientes “¡Ese es el asesino!”, y muchas veces tengo razón, causando la cólera de quienquiera que me acompañe. Pero no es mi culpa. Es de Hollywood, que produce historias tan predecibles.
domingo, 21 de febrero de 2010
Valiosa integridad
(Foto: Dimitri Vervitsiotis)
Levanté la vista del artículo y me llevé las manos a la cara, al mismo tiempo que abría y cerraba la boca una y otra vez. A pesar de que una parte de mí sabía perfectamente que mi maxilar inferior se encontraba intacto, otra parte de mí necesitaba asegurarse de ello.
Levanté la vista del artículo y me llevé las manos a la cara, al mismo tiempo que abría y cerraba la boca una y otra vez. A pesar de que una parte de mí sabía perfectamente que mi maxilar inferior se encontraba intacto, otra parte de mí necesitaba asegurarse de ello.
viernes, 19 de febrero de 2010
Perniciosas abreviaturas
(Foto: Stone)
Diariamente, millones de inocentes palabras son masacradas y mutiladas de forma inmisericorde. ¿Quiénes son los responsables de tan atroz palabricidio? Los jóvenes, que desde sus aparatos móviles y sus computadoras, se enfrascan en conversaciones que, abiertamente desdeñan la ortografía y la gramática en un ejercicio de total libertinaje.
Diariamente, millones de inocentes palabras son masacradas y mutiladas de forma inmisericorde. ¿Quiénes son los responsables de tan atroz palabricidio? Los jóvenes, que desde sus aparatos móviles y sus computadoras, se enfrascan en conversaciones que, abiertamente desdeñan la ortografía y la gramática en un ejercicio de total libertinaje.
miércoles, 17 de febrero de 2010
Reinicios
(Foto: Walter B. McKenzie)
Con mucha tristeza me he enterado de que ya no habrá una cuarta entrega del Hombre Araña. Los que toman las decisiones en Hollywood han concluido que lo mejor es reiniciar la saga, a pesar de que la primera película salió hace siete años y la última hace tres. Es una lástima, porque la verdad me había encariñado con el elenco y el rumbo creativo que tenían las películas, aspectos ambos que cambiarán cuando las películas pasen a nuevas manos.
Con mucha tristeza me he enterado de que ya no habrá una cuarta entrega del Hombre Araña. Los que toman las decisiones en Hollywood han concluido que lo mejor es reiniciar la saga, a pesar de que la primera película salió hace siete años y la última hace tres. Es una lástima, porque la verdad me había encariñado con el elenco y el rumbo creativo que tenían las películas, aspectos ambos que cambiarán cuando las películas pasen a nuevas manos.
lunes, 15 de febrero de 2010
De Valentín, con cariño
(Foto: The Image Bank)
Cada vez que se acerca el Día del Cariño, se produce un enfrentamiento nada cariñoso entre los partidarios de dos líneas de pensamiento opuestas e igualmente poderosas: los románticos idealistas contra los románticos conformistas.
Cada vez que se acerca el Día del Cariño, se produce un enfrentamiento nada cariñoso entre los partidarios de dos líneas de pensamiento opuestas e igualmente poderosas: los románticos idealistas contra los románticos conformistas.
sábado, 13 de febrero de 2010
Grandes aspiraciones
(Foto: Getty Images/Stockbyte)
Inhaló. Mientras sus pulmones se llenaban de un cálido vaho, él meditó sobre su vida y las circunstancias que lo habían llevado a esta situación. Tenía tiempo para ello.
Todo empezó como tantas cosas, con algo pequeño. Un pequeño resfrío mal cuidado que se convirtió en una molesta tos, que a su vez evolucionó en una bronquitis hecha y derecha. Después de hacerse el valiente y toser como tísico durante varios días, al fin tuvo que admitir que la cosa se estaba saliendo de las manos. Así que apeló a la ciencia médica, y ésta le respondió con maravillosas sustancias y artefactos, todo a un nada módico precio, tal y como demanda el juramento de Hipócrates. Al ensamblar el aplicador para el broncodilatador que le habían recetado, no pudo menos que apreciar la similitud entre el aparato y las pipas de agua que usan los aficionados al humo de ciertas hierbas de índole ilegal. Aparentemente el artilugio producía esa impresión a mucha gente, pues cada vez que le tocó usar su aplicador en la oficina, podía sentir las miradas acusadoras de sus compañeros.
Deseando ayudar a la ciencia a vencer el mal en el menor tiempo posible, él comenzó a utilizar otros remedios. Probó con pastillas, jarabes y ungüentos, resultando en moderados niveles de alivio. Finalmente, su madre le recomendó hacer inhalaciones con eucalipto. A él le parecía un remedio arcaico, poco digno de un individuo moderno como él. Pero cuando la modernidad no dio resultados, el primitivismo dejó de parecer tan mala idea.
Luego de buscar en la cocina, encontró una cacerola pequeña, en la cual puso un poco de agua a hervir. Se acercó a la estufa y miró hacia abajo. En la oscura superficie de la cazuela, podía ver millones (¿billones?) de minúsculas burbujas brotar de la nada e ir creciendo conforme la temperatura del agua se incrementaba. Aquello era pasmoso. Las burbujas temblaban y se inflaban, como si tuvieran vida. Finalmente se desprendían de las paredes de la cazuela y se precipitaban hacia la superficie, para estallar calladamente en una nube de vapor. Cuando el agua empezó a bullir, arrojó dentro las hojas de eucalipto que su madre le había dado para tal efecto. El vaho comenzó a elevarse, así que él tomó una toalla y envolvió con ella su cabeza a la vez que se inclinaba sobre el agua hirviendo. El vapor así canalizado se dirigió hacia su rostro y nariz.
Entre bocanada y bocanada, él le permitió a su mente ociosa divagar a sus anchas. Así fue como minutos después se preguntaba si así se sentiría ser una papa al vapor. Luego concluyó que con la cabeza envuelta, bien parecía un terrorista árabe, aunque por el momento no podía pensar de ninguno que hubiera realizado atentados en cocinas. Luego decidió que su atuendo mas bien parecía el de un monje. No estaba seguro si había órdenes que utilizaran toallas verdes sobre la cabeza, así que resolvió averiguarlo. Pero primero, debía terminar con sus vaporizaciones.
Inhaló. Mientras sus pulmones se llenaban de un cálido vaho, él meditó sobre su vida y las circunstancias que lo habían llevado a esta situación. Tenía tiempo para ello.
Todo empezó como tantas cosas, con algo pequeño. Un pequeño resfrío mal cuidado que se convirtió en una molesta tos, que a su vez evolucionó en una bronquitis hecha y derecha. Después de hacerse el valiente y toser como tísico durante varios días, al fin tuvo que admitir que la cosa se estaba saliendo de las manos. Así que apeló a la ciencia médica, y ésta le respondió con maravillosas sustancias y artefactos, todo a un nada módico precio, tal y como demanda el juramento de Hipócrates. Al ensamblar el aplicador para el broncodilatador que le habían recetado, no pudo menos que apreciar la similitud entre el aparato y las pipas de agua que usan los aficionados al humo de ciertas hierbas de índole ilegal. Aparentemente el artilugio producía esa impresión a mucha gente, pues cada vez que le tocó usar su aplicador en la oficina, podía sentir las miradas acusadoras de sus compañeros.
Deseando ayudar a la ciencia a vencer el mal en el menor tiempo posible, él comenzó a utilizar otros remedios. Probó con pastillas, jarabes y ungüentos, resultando en moderados niveles de alivio. Finalmente, su madre le recomendó hacer inhalaciones con eucalipto. A él le parecía un remedio arcaico, poco digno de un individuo moderno como él. Pero cuando la modernidad no dio resultados, el primitivismo dejó de parecer tan mala idea.
Luego de buscar en la cocina, encontró una cacerola pequeña, en la cual puso un poco de agua a hervir. Se acercó a la estufa y miró hacia abajo. En la oscura superficie de la cazuela, podía ver millones (¿billones?) de minúsculas burbujas brotar de la nada e ir creciendo conforme la temperatura del agua se incrementaba. Aquello era pasmoso. Las burbujas temblaban y se inflaban, como si tuvieran vida. Finalmente se desprendían de las paredes de la cazuela y se precipitaban hacia la superficie, para estallar calladamente en una nube de vapor. Cuando el agua empezó a bullir, arrojó dentro las hojas de eucalipto que su madre le había dado para tal efecto. El vaho comenzó a elevarse, así que él tomó una toalla y envolvió con ella su cabeza a la vez que se inclinaba sobre el agua hirviendo. El vapor así canalizado se dirigió hacia su rostro y nariz.
Entre bocanada y bocanada, él le permitió a su mente ociosa divagar a sus anchas. Así fue como minutos después se preguntaba si así se sentiría ser una papa al vapor. Luego concluyó que con la cabeza envuelta, bien parecía un terrorista árabe, aunque por el momento no podía pensar de ninguno que hubiera realizado atentados en cocinas. Luego decidió que su atuendo mas bien parecía el de un monje. No estaba seguro si había órdenes que utilizaran toallas verdes sobre la cabeza, así que resolvió averiguarlo. Pero primero, debía terminar con sus vaporizaciones.
jueves, 11 de febrero de 2010
Desaceleraciones forzadas
(Foto: Stewart Cohen)
¡Cómo es de contradictoria la gente! Justo cuando hemos conquistado una de las más grandes aspiraciones de la humanidad, alguien ha decidido obstaculizar nuestro avance. Literalmente.
¡Cómo es de contradictoria la gente! Justo cuando hemos conquistado una de las más grandes aspiraciones de la humanidad, alguien ha decidido obstaculizar nuestro avance. Literalmente.
martes, 9 de febrero de 2010
La convidada impertinente
(Foto: Stuart McClymont)
Sé que me visitará en unas minutos, y nada puedo hacer para evitarlo. Es sencillamente detestable, pues acapara horas y horas de mi tiempo cada vez que se presenta. Desfachatada como ella sola, entrará sin pedir permiso y se instalará a sus anchas por el tiempo que desee. De nada me sirve esconderme, pues ella siempre tiene el tino justo para hallarme, dondequiera que me oculte. Se vea como se vea, es un dolor de cabeza.
domingo, 7 de febrero de 2010
Enseñanzas virtuales
(Foto: Jupiterimages)
Bastan un par de clics, para acceder a un tutorial para hacer cualquier cosa: trucos de magia, pasos de breakdance, dobladores de ropa, estuches para laptops. La imaginación es el límite. Si se puede hacer un video de ello, es seguro que alguien ya lo hizo y lo subió a la red.
Bastan un par de clics, para acceder a un tutorial para hacer cualquier cosa: trucos de magia, pasos de breakdance, dobladores de ropa, estuches para laptops. La imaginación es el límite. Si se puede hacer un video de ello, es seguro que alguien ya lo hizo y lo subió a la red.
viernes, 5 de febrero de 2010
Techos a la vista
(Foto: C Squared Studios)
Es un hecho comprobado que la mayoría de las personas nunca eleva la mirada. Esto es muy comprensible, pues manteniendo los ojos en el suelo se evitan colisiones, tropezones y pararse en sustancias desagradables. Sin embargo, en las condiciones adecuadas, ver hacia arriba cuando uno está bajo techo puede ser algo muy informativo para quien sabe qué buscar.
Es un hecho comprobado que la mayoría de las personas nunca eleva la mirada. Esto es muy comprensible, pues manteniendo los ojos en el suelo se evitan colisiones, tropezones y pararse en sustancias desagradables. Sin embargo, en las condiciones adecuadas, ver hacia arriba cuando uno está bajo techo puede ser algo muy informativo para quien sabe qué buscar.
miércoles, 3 de febrero de 2010
Tiempos remotos
(Foto: Tom Schierlitz)
Los nostálgicos viven diciendo que toda época pasada fue mejor. Pero yo bien sé que en el ayer se vivieron tiempos difíciles, arduos y sacrificados. ¿Y como no iban a serlo, si no existía el control remoto?
Los nostálgicos viven diciendo que toda época pasada fue mejor. Pero yo bien sé que en el ayer se vivieron tiempos difíciles, arduos y sacrificados. ¿Y como no iban a serlo, si no existía el control remoto?
lunes, 1 de febrero de 2010
El desafío: 35 en 69
(Imagen: Xanderall Studios)
Antes de que se me emocionen por las razones equivocadas, paso a explicarme.
Desafortunadamente, el título no alude a pasar mi trigésimo quinto cumpleaños en una cierta posición amatoria específica. Tampoco se refiere a realizar la mencionada maniobra treinta y cinco veces, ni conseguir a 35 parejas para que lo hagan al mismo tiempo. Tal vez con el patrocinio y planeación necesarios podríamos llevar a cabo una parte de todo eso, pero por el momento no es posible.
Antes de que se me emocionen por las razones equivocadas, paso a explicarme.
Desafortunadamente, el título no alude a pasar mi trigésimo quinto cumpleaños en una cierta posición amatoria específica. Tampoco se refiere a realizar la mencionada maniobra treinta y cinco veces, ni conseguir a 35 parejas para que lo hagan al mismo tiempo. Tal vez con el patrocinio y planeación necesarios podríamos llevar a cabo una parte de todo eso, pero por el momento no es posible.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)