(Foto: Getty Images/Stockbyte)
Inhaló. Mientras sus pulmones se llenaban de un cálido vaho, él meditó sobre su vida y las circunstancias que lo habían llevado a esta situación. Tenía tiempo para ello.
Todo empezó como tantas cosas, con algo pequeño. Un pequeño resfrío mal cuidado que se convirtió en una molesta tos, que a su vez evolucionó en una bronquitis hecha y derecha. Después de hacerse el valiente y toser como tísico durante varios días, al fin tuvo que admitir que la cosa se estaba saliendo de las manos. Así que apeló a la ciencia médica, y ésta le respondió con maravillosas sustancias y artefactos, todo a un nada módico precio, tal y como demanda el juramento de Hipócrates. Al ensamblar el aplicador para el broncodilatador que le habían recetado, no pudo menos que apreciar la similitud entre el aparato y las pipas de agua que usan los aficionados al humo de ciertas hierbas de índole ilegal. Aparentemente el artilugio producía esa impresión a mucha gente, pues cada vez que le tocó usar su aplicador en la oficina, podía sentir las miradas acusadoras de sus compañeros.
Deseando ayudar a la ciencia a vencer el mal en el menor tiempo posible, él comenzó a utilizar otros remedios. Probó con pastillas, jarabes y ungüentos, resultando en moderados niveles de alivio. Finalmente, su madre le recomendó hacer inhalaciones con eucalipto. A él le parecía un remedio arcaico, poco digno de un individuo moderno como él. Pero cuando la modernidad no dio resultados, el primitivismo dejó de parecer tan mala idea.
Luego de buscar en la cocina, encontró una cacerola pequeña, en la cual puso un poco de agua a hervir. Se acercó a la estufa y miró hacia abajo. En la oscura superficie de la cazuela, podía ver millones (¿billones?) de minúsculas burbujas brotar de la nada e ir creciendo conforme la temperatura del agua se incrementaba. Aquello era pasmoso. Las burbujas temblaban y se inflaban, como si tuvieran vida. Finalmente se desprendían de las paredes de la cazuela y se precipitaban hacia la superficie, para estallar calladamente en una nube de vapor. Cuando el agua empezó a bullir, arrojó dentro las hojas de eucalipto que su madre le había dado para tal efecto. El vaho comenzó a elevarse, así que él tomó una toalla y envolvió con ella su cabeza a la vez que se inclinaba sobre el agua hirviendo. El vapor así canalizado se dirigió hacia su rostro y nariz.
Entre bocanada y bocanada, él le permitió a su mente ociosa divagar a sus anchas. Así fue como minutos después se preguntaba si así se sentiría ser una papa al vapor. Luego concluyó que con la cabeza envuelta, bien parecía un terrorista árabe, aunque por el momento no podía pensar de ninguno que hubiera realizado atentados en cocinas. Luego decidió que su atuendo mas bien parecía el de un monje. No estaba seguro si había órdenes que utilizaran toallas verdes sobre la cabeza, así que resolvió averiguarlo. Pero primero, debía terminar con sus vaporizaciones.
2 comentarios:
Sinceramente creo que tu estufa tiene una fuga de gas, jajaj.
Estabas inspirado, me gusto el texto.
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