jueves, 28 de enero de 2010

Boca abierta, dientes de oro

(Foto: Peter Dazeley)

-Abra la boca, por favor.

Sentado en la silla del dentista, siento como una mezcla de ansiedad y pánico recorre mi cuerpo, produciendo millones de escalofríos minúsculos a su paso. Esto es natural, considerando que estoy a punto de poner mis preciados dientes en manos de alguien que es parte cirujano, parte albañil, parte alfarero, parte torturador y parte domador de circo.

Encandilado como estoy por la cegadora luz que se cierne sobre mí, tan sólo puedo vislumbrar la silueta de mi dentista cuando se inclina sobre mí. Sin mayor ceremonia empieza a sopletear con aire mis piezas dentales, preparando el área de trabajo. Repentinamente, reverbera en mis tímpanos el sonido de la broca dental. Ante mis ojos desfilan decenas de punzantes recuerdos de dientes horadados inmisericordemente por este cruel instrumento. El pulso se me acelera y mi cuerpo reacciona antes de que pueda darme cuenta.

-Por favor deje de taparse la boca con las manos o no podré quitarle esa caries.

La razón triunfa sobre el instinto y me guardo las manos en los bolsillos del pantalón, donde se crispan y contorsionan, impotentes. Trato de no pensar en la aguja descomunal que está enterrándose en mis encías. Luego de traspasar mis senos nasales, traspasar un ojo y pinchar el cerebro, el aguijón ubica el nervio adecuado y libera su narcotizante carga, la cual empieza a hacer efecto de forma casi inmediata. Mi labio, mi nariz y mi pómulo derecho caen en un letargo profundo. Dichosos.

Instantes después, la broca empieza a perforar las piezas dañadas. Gracias a la anestesia, tan sólo siento el olor a chamuscado y veo las chispas que se producen al chocar el barreno con mis incisivos. Durante una hora, tengo un asiento de primera fila para ver a mi orfebre de la dentadura perforar, rellenar, moldear, pulir, lijar, y barnizar infatigablemente.

-Le agradeceré que procure temblar menos de aquí en adelante, pues dificulta mi trabajo.

Después de unos minutos más, la sesión llega a su fin. Me enjuago la boca y pasamos a la oficina de mi dentista, quien procede a hacer un recuento de los procedimientos realizados. Yo permanezco en silencio. Mis manos, puestas de nuevo en libertad, sostienen mi mancillada mandíbula y tratan de evitar que alguno de los debilitados inquilinos se desprenda de su asidero.

Mi dentista me pasa la cuenta. Al ver detenidamente la cifra anotada en ese pedazo de papel y darme cuenta de la numerosa cantidad de ceros que contiene, dejo escapar un silencioso suspiro y mientras saco la cartera de mi bolsillo, con resignación me preparo para la extracción más dolorosa de todas.

8 comentarios:

Zapato Rojo dijo...

Nunca he sido aficionado a acudir a los consultorios de los dentistas, pero difícilmente tiene uno alternativa, a menos que se tenga planeado abandonar la masticación y adscribirse a un régimen de comidas blandas de por vida.

Idette Landa dijo...

Cada vez que me encuentro sentada en la silla del dentista, no puedo evitar pensar en cómo ha evolucionado la odontología en tan sólo un par de siglos. Antes, el remedio definitivo para todo mal era la extracción del diente afectado con unas pinzas de hierro ligeramente oxidadas.

Y por supuesto, sin anestesia.

Rafael Sans dijo...

Hoy en día le ofrecen a uno los más variados servicios: limpieza, aspirado, lijado, pulido, enderezado y pintura. Ya no sabe uno si está en un consultorio o en un taller de mecánica.

Roberto Tek dijo...

Eso de que los dentistas sean parte domadores de circo sí que me hizo reir!!

Aunque justo ahora pensaba que tal vez los odontólogos veterinarios encuentren el comentario un poco más literal de lo que te imaginabas al escribirlo!!

Go Jira dijo...

Dicen que la norma para comprar un diamante de compromiso es que debe costar el equivalente a tres meses de salario.

Cada vez es más evidente que esto también aplica para los dientes.

Lafán dijo...

Un hermano mío llegó a sentir odio jarocho hacia el dentista porque el susodicho nunca le mencionó que existiera la anestesia local, así que le trabajó siempre en nervio vivo...
Creo que el trance de ir anualmente al dentista es casi como Sócrates pidiendo tomar la cicuta por su propia voluntad, pero cuando tengo un dolor de muelas yo veo a mi dentista como un ángel bajado del cielo. Lo veo guapo, simpático, dueño de la situación y con el poder de volverme a la normalidad para comer, tomar un helado, reírme a carcajadas, platicar sin taparme la boca con un abanico, como hacía Josefina (la de Napoleón) porque ya solamente le quedaban bodoquitos. En fin, mal con ellos y mil veces peor SIN ellos.

Prado dijo...

Yo siempre he tenido una pregunta: si tenés dientes de oro, te los cepillas o los llevas al joyero?

Natalia Hassell dijo...

Hacía rato que quería poner esto, y hasta ahora lo encontré:

LA PROFESIÓN MÁS COMPLETA ES LA DEL ODONTÓLOGO

Porque él hace puentes
como los Ingenieros,
coronas como los Floristas
y extrae raíces
como los Matemáticos;

Perfora como los Mineros,
hace esperar como las Novias
y sufrir como los Gerentes.

Por todo esto
despierta gran admiración
y en prueba de ello,
nos dejan...
con la boca abierta

Por si no los han leído:

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