lunes, 31 de agosto de 2009

Idilios pírricos



Es algo por todos conocido que las reconciliaciones en las comedias románticas siempre resultan ser de lo más increíbles.

Luego de pelearse estrepitosamente al final del segundo acto, a los protagonistas les tocará enmendar su amor en medio de las condiciones más disparatadas, escandalosas y públicas: en pleno tráfico, desde un globo, durante un parto, etc. Situaciones que en la vida real ameritarían un día o dos en la cárcel y/o varios meses de terapia, en el contexto de una comedia romántica no solo son lógicas, sino que además son de rigueur.

Pero, ¿se han dado cuenta que las condiciones en las que se desarrollan estas reconciliaciones son cada vez más absurdas? Si una película muestra a una pareja reconciliándose ante tres personas, los protagonistas de la siguiente película tendrán que hacerlo frente a treinta. Es lo más parecido que tenemos hoy en día a la carrera armamentista de la Guerra Fría.

Si bien es posible que esta escalada obedezca al hecho de que toda comedia romántica busca superar a sus antecesoras para vender más boletos, a mí nadie me quita de la cabeza que esta sea una forma de revancha pasivo-agresiva de parte de los guionistas.

Cansados de escribir películas rosa por lo formulaicas y predecibles que son, los libretistas sueñan con renunciar a sus trabajos, pero saben que la crisis actual hace que la oferta de trabajo sea escasa. Obligados por la necesidad, los escribanos vuelcan su frustración laboral en guiones que torturan a sus personajes de forma sádica e inmisericorde.

Y es por ello que vemos a los pobres protagonistas tratando de arreglar sus relaciones románticas en condiciones cada vez más vergonzosas y humillantes, interrumpiendo bodas, saliendo en la televisión o corriendo semidesnudos por la vía pública, probando así que todo se vale en la guerra y el amor.

Lecturas relacionadas: Actos de constricción y El romance es malo para la salud.

jueves, 27 de agosto de 2009

Verbidesgracia



Si la telepatía fuera posible, mi vida sería mucho más sencilla, y habría menos gente angustiada por mi integridad mental y física.

Comunicarse con el prójimo es una habilidad que la mayoría de la gente da por sentado. Pero yo le tengo muchísimo respeto, por la dificultad que para mí representa darme a entender de forma coherente.

Es algo muy habitual que mis intentos de verbalizar las ocurrencias que brotan de mi cerebro produzcan resultados ininteligibles para mis interlocutores. Mi proclividad a hablar entre dientes no es precisamente propicia para la conversación fluida, y menos cuando se combina con mi tendencia al balbuceo.

No es de sorprender que haya personas que están firmemente convencidas que poseo la habilidad de hablar en varios idiomas, sin darse cuenta de que todo el tiempo he estado hablando en castellano.

Pero aunque mi falta de habilidad verbal me complica la existencia, a veces es peor cuando la gente oye exactamente lo que digo.

Hace unos días, estaba leyendo un interesante tratado sobre Viktor Frankl, quien postula que la búsqueda del significado -más que la búsqueda de placeres o poder- es lo que realmente motiva al hombre. En eso estaba cuando me topé con una amiga, quien luego de saludarme muy amablemente me preguntó lo que yo estaba haciendo.

Yo le respondí distraídamente:
-"Estoy buscándole el significado a mi vida."

Mi amiga enmudeció y su sonrisa desapareció tras una expresión de susto. Luego de recobrar la compostura, tomó aire y procedió sin más a darme palabras de consuelo y apoyo durante quince minutos seguidos, sin darme oportunidad de interrumpirla en ningún momento.

No me quedó más que esperar a que ella concluyera su monólogo para poder tratar de explicarle que yo no estaba pasando por ningún proceso maniaco-depresivo o cosa parecida. Pero dadas mis limitaciones verbales, dudo haber podido convencerla.

lunes, 24 de agosto de 2009

Personalizaciones


(foto: Magrette)

Una calcomanía de vinil rojo de un león observa desde el vidrio trasero. Mientras tanto, un chile jalapeño cubierto de abalorios verdes cuelga del retrovisor. Sólo falta el polarizado reflejante con un mensaje que diga JESÚS ES MI COPILOTO para que éste sea un auténtico taxi de provincia. Casi no puedo creer que estemos hablando de mi auto.

La actual apariencia de mi vehículo es irónica, considerando lo mucho que desdeño personalizar mi propiedad. Mientras que algunas personas gastan tiempo y dinero en ponerle su toque personal a todos sus adminículos, yo no. Me gusta mantener mis objetos tal y como salieron de la fábrica.

Eso no significa que desconozca los beneficios de etiquetar las cosas: en la primaria, extravié el suéter del uniforme varias veces hasta que le pusieron una marca. Pero hay una gran diferencia entre ponerle mi nombre a algo e intentar modificar el mismo objeto hasta que refleje mi personalidad. Para mí, los objetos son objetos. Con que hagan lo que tienen que hacer es suficiente. Personalizar me parece, en gran medida, un gran despilfarro de tiempo y dinero.

Por ejemplo, sé de gente que se pasa horas descargando imágenes para usarlas como fondos de pantalla. También personalizan sus íconos y sistemas para que su computadora se vea estilo Matrix, Rápido y Furioso o alguna película de moda. Yo, en cambio, hace años que no le pongo fondos o protectores de pantalla a las computadoras que uso. También me rehuso a instalar programas baladíes, agregarle barras de herramientas superfluas a los navegadores o modificar los colores, íconos o letras que usa el sistema. Y ¡ni pensar en ponerle pegatinas al monitor o al CPU!

Con los autos me pasa lo mismo. Ninguno de los vehículos que he tenido el gusto de poseer me ha despertado locos deseos de comprarle accesorios especiales, ponerle enceguecedores tapicerías a los asientos o pintar la carrocería con colores ultrajantes a la retina humana. Tampoco me interesa modificar el sistema de sonido del vehículo. No me interesa instalar pantallas, DVDs, enchufes para el iPod o cosa parecida. Nada de aros de carbono, spoilers, headers, alerones o antenas aerodinámicas para mí, gracias. Hasta la fecha no me han dado ganas de ver un episodio entero de Pimp My Ride, ese programa (conocido en español con el fino nombre de Enchúlame la Máquina) donde tomaban un auto y le metían miles de dólares en equipo y accesorios por todos lados. ¿Digo yo, desde cuando ya no basta con que un vehículo nos lleve de lugar al otro sin problemas?

Sé lo que están pensando. Si soy tan parco con los accesorios, ¿por qué, entonces, luce mi vehículo un encantador estilo Camioneta-Deco? Porque tanto el ají como la calcomanía fueron regalos de personas bien intencionadas a quienes estimo en gran medida. Así que a pesar de que no encajan en mi estilo, esperaré un par de días antes de eliminar las decoraciones. Después de todo, una buena amistad bien vale la pena el peligro de ser confundido con un ruletero.

jueves, 20 de agosto de 2009

¡Riiiing!



-¿Aló? ¿Con mi abuelita? Un momento por favor…
¡¡ABUE!! ¡¡TELÉFONO!!!


Conforme la querida abuelita de Leandro acumula años, su ritmo de vida ha ido desacelerándose. Esto es natural para cualquier venerable persona que se aproxime a la noventena, como ella lo hace. Por lo tanto, menesteres cotidianos como contestar el teléfono se convierten en todo un ritual.

ABUEEEEEEEEEEEEEE!!!!!!!!
TELÉFONOOOOOOOOOOOO!!!


Como cargar con casi 90 años encima no es cualquier cosa, los pasos de la señora son muy mesurados y por lo mismo, cada vez se tarda más en llegar al teléfono. Esto ha convertido a Leandro en su recepcionista telefónico de facto. Por lo general, sus tareas se limitan a recibir recados. Las cosas se complican cuando los llamadores insisten en hablar directamente con la adorable matriarca. En esos casos, lo primero que Leandro debe hacer es vociferar a todo pulmón para hacerle saber que tiene una llamada.

ABUEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE….!!!!
TELÉFONOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!


Leandro detesta gritarle a las personas de la tercera edad, pero no tiene alternativa. Después de probar con sonoras campanillas y modernos intercomunicadores, lo único que ha resultado efectivo es un buen grito a todo pulmón. Ese es el tipo de costumbres que le quedan a una señora que vivió toda su infancia en una pintoresca casona rodeada de gente y animales de todo tipo.

Eventualmente, la nonagenaria atiende y Leandro puede desentenderse del asunto.

Pero a veces la señora está ocupada con alguna faena en una recóndita esquina de la casa, por lo que las andanadas de gritos no causan efecto. En esos casos Leandro se ve en la necesidad de llevarle el teléfono inalámbrico hasta el lugar donde ella esté.

La abuela recibe el aparato con evidente incomodidad, pues únicamente está a gusto con los teléfonos tradicionales. Su preferencia es perfectamente comprensible. A tan avanzadas edades un teléfono inalámbrico tiende a parecerse demasiado a un control remoto, por lo que ella trata de evitar el riesgo de que la próxima vez que conteste una llamada, apague el televisor.

lunes, 17 de agosto de 2009

Pérdidas mínimas

Ignoro el paradero de mi memoria USB. Bastó un instante de descuido para que proyectos en los que había invertido largas horas de trabajo se esfumaran junto con archivos importantes, decenas de canciones y cientos de fotos. Pero no es mi culpa. La culpa es de la gente insensata que insiste en poner tanta cantidad de almacenamiento en una cosa tan pequeña.

La primera computadora que compraron en mi casa tenía un disco duro de 40 megabytes y era del tamaño de una hielera mediana. Hoy en día una memoria USB promedio puede guardar cien veces más datos y es más pequeña que un encendedor.



Esta tendencia a reducir el tamaño de todo choca de frente con mi proclividad a extraviar todo lo que sea más pequeño que un televisor. Llaves, teléfonos celulares, relojes, billeteras, documentos de identidad, controles remotos, baterías, reproductores portátiles de MP3, revistas, libros... la lista es interminable. Si es pequeño, ya lo he perdido.

La experiencia me ha obligado a lidiar con la situación desarrollando un sistema propio de almacenamiento. Cada objeto que llevo conmigo tiene asignado un bolsillo específicos. La cartera va en el bolsillo trasero derecho de los pantalones, el celular en el bolsillo frontal izquierdo, las llaves en el bolsillo frontal derecho, y así. Funciona la mayoría de las veces, pero no es un proceso perfecto. La memoria USB siempre va en el bolsillo de la camisa, pero como ayer usé una playera, era inevitable que se perdiera.

Por el momento, trato de no preocuparme, pues tarde o temprano casi todo vuelve a mis manos. Pero no pierdo la esperanza de que algún dia la miniaturización pase de moda. Entonces los celulares serán del tamaño de una refrigeradora, las llaves del tamaño de un plato y los USB serán del tamaño de un automóvil compacto.

Y nadie perderá nada nunca más.

jueves, 13 de agosto de 2009

La esclavitud episódica

Hay una palabra que detesto con todo corazón. Cada vez que la miro, me dan escalofríos al mismo tiempo que siento oleadas de ira inundar cada partícula de mi ser. No, no es una palabra malsonante de esas que le dirigen a nuestra progenitora los otros conductores cuando uno se niega a darles el paso. Me refiero a algo mucho peor: la palabra "CONTINUARÁ".

Cada vez que ESA palabra hace su aparición, lo que hasta ese momento parecía ser una historia interesante e inofensiva, se revela de manera súbita como un exigente tirano ávido de consumir nuestro tiempo, nuestras energías y nuestro intelecto. Sin preguntar nuestra opinión, se nos impone la imperativa obligación de hacer lo que sea para obtener la siguiente dosis narrativa, pues de lo contrario seremos castigados con la mas terrible pena imaginable: no saber como concluye la cosa.



Y esto es especialmente cruel, pues según la teoría de Gestalt psicológicamente el ser humano está condicionado a buscar un cierre o un final en todo lo que hace o experimenta (Principio del Cierre). Mecanismos en nuestro cerebro nos dicen que dejar las cosas a medias es algo que sencillamente no se hace. Si empezamos algo, se termina.

Todo lo anterior predispone al televidente, al cinéfilo, al lector, al radioescucha y a todos los demás tipos de público a convertirse en víctimas indefensas de los despiadados guionistas que se aprovechan de las debilidades de su audiencia para encadenarlos a los más variados receptáculos de "diversión".

El entretenimiento secuencial es, sin lugar a dudas, una droga más poderosa y lucrativa que el crack, con la ventaja añadida de ser totalmente legal. Ya es hora de que la DEA deje de buscar narcos en Colombia para concentrarse en Hollywood. Si ya lo hubieran hecho, tal vez me podrían haber salvado a mí.

Desde muy joven me di cuenta de los efectos que este tipo de adicción causaba en las mentes y voluntades de mis parientes y amigos. Pensé que con evitar las telenovelas estaría a salvo, pero me equivoqué. Empecé viendo un poco de animé aquí y allá, y cuando sentí no podía vivir sin ello. Mi vida dejó de tener tenía sentido a menos que viera mi episodio diario. Luego comencé a seguir dos series. Luego tres. Después cinco. Fue un infierno, pero finalmente, pude liberarme.

Con gusto les diré como lo hice, en el próximo artículo.

lunes, 10 de agosto de 2009

El texto magnífico




Con suma modestia he de admitir que produje un artículo espléndido para hoy. Un escrito maravilloso de verdad, combinando humor, trivialidad e ingenio en una forma que ni Voltaire mismo podía haber imaginado.

El texto de marras resultó ser un sabroso corto que tomó algo sumamente cotidiano para presentarlo en una forma absolutamente innovadora. A veces la inspiración no fluye en este seso que poseo, y me toca exprimirme la cabeza de forma agonizante. Pero este no fue el caso. Las ideas se hilvanaron casi solas, como si mi imaginación fuera un mágico sastre confeccionando prendas propias de un rey. Varias veces leí el resultado, y en cada oportunidad tuve que convencerme de que yo -humilde yo- había sido capaz de forjar algo tan sublime, tan lírico.

Deben ustedes entender que yo soy un perfeccionista redomado y por lo mismo, poco de lo que hago me gusta totalmente. Sin embargo, este escrito me reivindicó y me mostró que esta mente es capaz de obras de incalculable talento y belleza.

Una palabra de más puede arruinar el impacto de un texto, y una de menos también. Pero aquí las frases fueron seleccionadas con cuidado y cada una resultó ser como un clavo de apoyo, reforzando y sosteniendo la estructura conceptual.

En verdad que este escrito resultó ser una experiencia para los sentidos.

Lástima que cuando terminé de escribirlo apagué la compu sin haber guardado el documento.

jueves, 6 de agosto de 2009

Procreacionismos

He de confesar que los niños me ponen nervioso. Tenerlos enfrente quiere precisión y temple de acero. Me rehuso a acercarme a niños de menos de 2 a 3 años de edad, pues me aterra botarlos, asi que es sumamente importante que puedan sobrevivir una caída de unos 60 centímetros de altura. Cuando los recibo, los manejo como se hace con las barras de dinamita: con sumo cuidado y me procuro deshacerme de ellos cuanto antes.


Colin Barker)

Hasta este momento, mi vida se ha visto libre de diminutas copias genéticas de mi persona, y he de confesar que no me han hecho tanta falta. Pero conforme avanzo a trompicones en mi vida, de cuando en cuando me descuido y veo alguna película romántica, de esas que tienen niños encantadores como los que tanto abundan en el cine: no molestan, se duermen temprano, no hacen berrinches y son un primor. Entonces me entra la gana de dejar prole en este mundo.

Pero cada vez que eso pasa, la Providencia, siempre tan sabia, me pone en mi camino a alguno de mis amigos que ya han dado ese paso a la paternidad. Y es así como puedo constatar que los niños de ahora no son nada parecidos a sus contrapartes ficticios. Vienen con baterías extra y se pueden estar subiendo, bajando, jugando, trepando, hablando, gritando, jalando, haciendo berrinche y mil cosas mas por tiempo indefinido. Conforme los veo destruir poco a poco la sala, el restaurante o el aposento cualquiera donde están, y conforme veo el semblante de los padres contorsionarse con angustia y desesperación, me doy cuenta de que todavía no estoy listo para esta faena, y sin pensarlo más, salgo a celebrar mi soltería y mi no-paternidad de forma absolutamente impune.

Sé que es posible que más adelante ceda a mis instintos paternales y obsequie al mundo con una versión miniatura de mí. Pero por el momento, he decidido que si voy a tener bolsas bajo los ojos, que sea por un exceso de celebración y no por estar alimentando infantes a las 3 de la mañana.

lunes, 3 de agosto de 2009

Actos de constricción

Frecuentemente Hollywood nos llena el corazón de ilusión con la promesa de una película fantástica. Con anhelo y ansiedad, contamos los días que faltan para el estreno. Finalmente, el día tan esperado llega… y vivimos una desilusión inenarrable. ¿Por qué pasa esto? Cuatro palabras: Síndrome del Tercer Acto.


Troy Aossey)

I

Para quienes no están familiarizados con la estructura narrativa, toda historia se divide en tres partes:
  • El primer acto: Donde se introducen los personajes y la historia
  • El segundo acto: Donde los protagonistas se ven enfrentados con un conflicto (moral, ético, social, etc.) que les impide alcanzar su objetivo.
  • El tercer acto: Donde se resuelve todo, para bien o para mal. En el caso de las franquicias se abre la puerta a una continuación de la historia en futuras entregas.

II

Y precisamente ese pareciera el problema de los escritores de Hollywood: no saben como resolver las cosas. Se esfuerzan tanto en crear una premisa disparatada y llamativa, (invasión alienígena, desastres naturales, tecnología desbocada, monstruos amenazantes) que luego no saben como llevar a los protagonistas a tierra de una forma lógica y razonable. Por lo mismo, los finales forzados y el deux ex machina están a la orden del día. Es cierto que uno como espectador tiene que suspender la incredulidad para disfrutar de una película, pero para poder disfrutar estos finales, ya es necesaria una lobotomía.

III

Y justo aquí quisiera ofrecerles un final fantástico para esto, pero la verdad no se me ocurrió nada decente. Mil perdones.

Por si no los han leído:

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