martes, 12 de octubre de 2010

Con un consejo y un duro, sale el hombre del apuro

Varios lectores nos han escrito para solicitar asesoría sobre ciertos problemas muy puntuales que los aquejan. Condolidos de sus pesares, hemos puesto nuestros amplios conocimientos a su entera disposición. Debido a la falta de espacio, hemos seleccionado los casos más dramáticos, los cuales les presentamos a continuación.

(Foto: Michele Constantini)


Señores:

A lo largo de varios años he desarrollado el hábito de hablarme a mí mismo. No es algo de lo que me sienta particularmente orgulloso, pero como nunca lo hago en público, creo que no molesto a nadie. Además, suelo darme muy buenos consejos. Pero ese no es mi problema. Mi problema es que últimamente me he dado cuenta de que no me hago caso a menos que me hable a mí mismo con un acento extranjero. Inglés, argentino, español, francés, me da lo mismo, pero tiene que ser un acento de afuera. Si intento hablarme con mi acento natural, me sorprendo a mi mismo ignorándome o bien mandándome a callar. Esto me deja muy molesto conmigo mismo. Además, hacer acentos no es mi fuerte y me resulta muy complicado. Por favor, aconséjenme qué puedo hacer para remediar este problema.

Atentamente,

-Monoilógico


Querido Mono:

Lo que usted está padeciendo es un desorden muy común de la sociedad actual: el Malinchismo Introvertido. Tan arraigada está en algunos paisanos la idea de que los extranjeros saben más que los de acá, que se le da preferencia automática a quien dice las cosas con acento extranjero, aunque digan meras sandeces. Le recomendamos explicarse a sí mismo, con calma, que si bien en el extranjero hay muchos adelantos, ser de aquí no es necesariamente desventajoso pues se tiene una visión mucho más cercana de la problemática local. Si eso no funciona, le recomendamos mudarse a otra nación donde hablen una lengua distinta. Así podrá hablarse con su acento de aquí, con la diferencia de que, en ese país, será acento extranjero.

Atentamente,

- Staff de Neuronas Parlanchinas

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Estimados señores:

Recientemente quise sorprender a mi marido para nuestro aniversario de bodas y sin decirle nada, acudí al consultorio del cirujano plástico a que me hicieran unos retoques en la nariz, en las pompis y en las bubis. Además me esculpieron el abdomen y me dieron la cintura que nunca tuve y que siempre quise. Pero cuando me presenté ante mi esposo, él se marchó de la casa disgustado. Mis intentos de arreglar las cosas fueron infructuosos y ahora él quiere divorciarse de mí. Pero lo peor es que me he enterado de que está saliendo con la contadora de su oficina, una mujer más vieja, más gorda y más fea que como yo era antes. Hasta su voz es de lo más desagradable. La verdad estoy muy deprimida. Ayúdenme a entender esto.

Atentamente,

-Reconstruida y Confundida


Querida Reconstruida:

Muchos hombres prefieren tener una esposa repulsiva para evitarse el arduo trabajo de mantener alejados a posibles competidores. Ahora que le has hecho la mala obra de hacerte apetecible, el pobre hombre ha sufrido un ataque de pánico y se ha ido a buscar a otra que le provea de la tranquilidad doméstica que busca. Si quieres recuperarlo, no hay alternativa: tendrás que regresar al quirófano a que te vuelvan a instalar la nariz de antes, te desinflen el busto y te hagan caer el asiento. Y a la próxima que quieras sorprender a tu marido, mejor cómprale un suéter.

Atentamente,

-El Staff de Neuronas Parlanchinas.

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Señores:

Trabajo como estilista en mi propio salón de belleza, el cual cuenta con una amplia clientela muy sofisticada, dispuesta a pagar generosamente por mis peinados (yo prefiero llamarlos “esculturas capilares”, pero el nombre todavía no ha hallado acogida entre mis clientes). Aparentemente soy feliz, pero, tengo un secreto muy peliagudo. Verán ustedes, soy heterosexual. No le he dicho a nadie, pues estoy seguro que si se llega a saber, lo perderé todo. El peso del secreto me atormenta y me ha causado varias crisis nerviosas, pues la idea de ser descubierto me produce una paranoia galopante. ¿Que puedo hacer? Cortar cabello de mujeres es mi vida.

Atentamente,

-Joven Manos de Tijera de Entresacar


Querido Joven:

Si hubieras acudido a algún otro consejero, probablemente te habrían dicho que tu preferencia sexual no es lo que importa, sino tu habilidad para cortar y peinar. Pero tu bien sabes que eso no es cierto. Un hombre heterosexual que trabaje de estilista es algo inaudito y produce desconfianza entre los maridos y novios de las clientes. Nuestro consejo: para quitarte el miedo a que te descubran, deja de fingirte gay y hazte un gay de verdad. Tenemos entendido que no es tan complicado, pues los prisioneros de las cárceles lo hacen todo el tiempo. Ahora bien, si no te apetece visitar un centro correccional y quisieras un cambio de preferencia más gradual, bien podrías empezar probando con trasvestis y seguir desde allí. Recuérdate de nosotros cuando seas Estilista del Año.

Saludos,

-Staff de Neuronas Parlanchinas

domingo, 3 de octubre de 2010

No hay peor sordo que el que puede oír

(Foto: Chris Ryan)

Durante mis años mozos, mis padres me recomendaron repetidamente que no escuchara la música a volúmenes tan elevados, pues me quedaría sordo. ¡Si tan sólo no les hubiera hecho caso!

Durante mucho tiempo, estuve convencido de que mis años de visitar discotecas habían dejado mi oído interno tan devastado como el centro de Hiroshima después de que le dejaran caer la bomba atómica encima. El galopante tinnitus que desarrollé en mi adolescencia parecía confirmar mi suposición. Sin embargo, esto lejos de entristecerme, me daba una cierta tranquilidad.

Porque si bien es cierto que estar completamente sordo no deja de ser una tragedia, estar medianamente sordo constituye una ventaja cuando se vive en una ciudad moderna. El semisordo puede transitar por la calle sin tener necesidad de cargar audífonos o tapones en los oidos para amordazar los gritos de los peatones ni el generoso uso del claxon de los conductores. ¿Y que pasa cuando uno se encuentra en interiores? Pues, seamos sinceros, la mayoría de las cosas que uno oye cotidianamente son puras fruslerías. En el caso de la información realmente importante, por lo general viene en forma escrita.

Pero hace un par de meses empecé a entrever la posibilidad de que tal vez no fuera yo tan sordo como pretendía ser. Me encontraba almorzando en casa de lo más contento cuando sentí mis tímpanos ser ultrajados por un chirrido tan agudo e insoportable que, si alguien hubiera decidido arañar un pizarrón en ese preciso momento, el rechinido resultante habría semejado una dulce melodía. Con las manos cubriéndome las orejas, busqué la fuente de tan detestable cacofonía, que resultó ser mi hermana, que me miraba atentamente mientras me apuntaba con su celular. ¿Pudiste oir eso?, me preguntó. Ese día aprendí dos cosas: primero, que mi hermana tiene una veta sádica de cuidado, y segundo, que pertenezco al reducido número de individuos que pueden percibir sonidos de alta frecuencia después de los veinticinco.

Lejos estaba yo de imaginar lo perjudicial que iba a resultarme pertenecer a este grupo de élite auditiva hasta que llegué a la casa el viernes. Al abrir la puerta fui recibido por un sonido agudo de origen desconocido, semejante a mi tinnitus, pero mucho más fuerte. Pensé en que podría ser mi hermana de nuevo, pero no. El sonido provenía de fuera, probablemente de alguna alarma doméstica mal ajustada. Fui a recorrer varias veces el vecindario pero no pude determinar el origen del sonido, y así no puedo exigirle a alguien que haga algo por eliminarlo. Además, como es el fin de semana, es poco probable que pueda hacerse algo antes del lunes.

Mientras tanto, no me queda otra que aguantarme. He cerrado puertas y ventanas, pero como se trata de un sonido de alta frecuencia, atraviesa vidrio y paredes como si fueran mantequilla. La única solución que he encontrado para no escucharlo es llenar mis oídos con música a todo volumen, de modo que el pitido no tenga espacio por donde llegar a mis tímpanos. De esta forma creo que lograré aguantar hasta que el pitido desaparezca o yo me quede sordo del todo. Mi madre me ha dicho algo que sonó a “victoria pírrica”, pero como no pude leer sus labios y ella tampoco lo puso por escrito, no estoy seguro.

viernes, 30 de julio de 2010

El porqué de la periodicidad

(Foto: Daniel Grill)

A veces, defender las cosas que uno hace es una batalla cuesta arriba, especialmente si uno tiene un espíritu caprichoso y tiene por costumbre hacer cosas ilógicas, inesperadas o absurdas. Para muestra un botón.

Hace poco tiempo comenté sobre la avalancha de información que nos abruma a todos y a cada uno de los habitantes del mundo moderno. Por vía impresa, radial, televisiva o electrónica, los datos se desparraman incesantemente, a través de nuestros ojos y oídos, encaminándose inexorables hasta llegar a nuestros cerebros, donde saturan los procesos cognitivos en un océano de conocimiento precipitado. Por ello, cualquier otra persona con un ápice de cordura estaría enfilando al sótano para aislarse de este ataque a los sentidos. En cambio, este servidor de ustedes compró una suscripción de periódico.

Habiendo tantas cosas menos frívolas en las cuales podría haber derrochado mi dinero, como una botella de champaña con virutas de oro flotando dentro o un reloj a prueba de balas, una suscripción de periódico no deja de ser bastante disparatada. Especialmente cuando consideramos que periódicos no me faltan en mi diario vivir. De los ocho o diez periódicos que se publican en el país, yo tengo acceso regular a casi todos. En mi casa estamos suscritos a dos. En la oficina recibimos otro más. Si uno visita un restaurante, es posible conseguir el resto. Y por supuesto, todos y cada uno de estos diarios se encuentran disponibles en Internet. ¿Entonces? ¿Para qué una suscripción?

Después de largas cavilaciones, una conclusión a la que he llegado es… que realmente me gustan los periódicos impresos. Hay algo en ellos que ejerce sobre mí un embeleso indiscutible. La experiencia tan deleitablemente análoga de pasar las páginas de un periódico está ausente en las nuevas tecnologías. También son relativamente permanentes e indiferentes a los fallos de energía o colapsos informáticos. Borrar un sitio web es fácil, pero eliminar todas y cada una de las copias de un periódico una vez que éstas han sido distribuidas, es imposible.

La experiencia de leer un periódico tiene un encanto muy propio. Apenas unidas por un doblez, las páginas de un periódico incluyen información de todas partes del mundo en un orden establecido e invariable: nacionales, internacionales, de negocios, sociedad, cultura y deportes. Aunque es posible leer el periódico entero, muy poca gente lo hace y en esto, yo me incluyo. En mi caso, aunque siempre intento leer el periódico en su totalidad, al empezar a leer la sección de deportes me siento invadido de un hastío tan fuerte que me hace dejar el periódico en ese preciso momento. La sección de negocios también solía causarme el mismo efecto, pero cada vez la veo con más detenimiento. Puede ser una señal de madurez, quien sabe. Esperemos que no.

Pero dejando de lado mi consabido romance por las formas impresas de comunicación, la otra razón por la cual decidí suscribirme es que cada periódico es diferente. En este país tenemos un periódico oficial, dos ultraconservadores, dos de corte progresivo e intelectual y tres amarillistas. Debido a los diferentes mercados a los cuales están dirigidos, la forma de reportar de cada periódico suele ser diferente en tono, tema y diseño. Los que suelo leer contienen artículos con análisis de fondo y amplia cobertura a las propuestas culturales, todo presentado en colores sutiles y diagramación elegante. Los otros diarios se caracterizan por sus abundantes fotos de catástrofes, accidentes viales, actos de violencia y señoritas en bikini. ¿A alguien sorprende que estos últimos sean los diarios de mayor circulación?

Ahora bien, respondamos a la pregunta que formulamos anteriormente. ¿Por qué una suscripción? Porque tengo gustos de lectura muy específicos y adquirir periódicos de corte intelectual me hace sentirme todo un miembro de la élite sociocultural del país. ¿Es suscribirse a un diario más algo sabio en vista de la crisis de saturación informática? Pues por supuesto que no. La pila de diarios sin leer en mi casa aumenta cada día, ocasionando neurosis y estrés en este lector, a quien sus delirios de grandeza le han hecho prácticamente imposible ponerse al día con sus lecturas atrasadas. Pero así es la vida cuando uno es un esnob cultural. Si fuera fácil, no sería así de delicioso.

lunes, 19 de julio de 2010

Guía para la supervivencia espectatorial

(Foto: Tobi Corney)

Para quienes gustan del arte, es bien sabido que la indiscutible pièce de résistance es la inauguración. Pero presentarse a uno de estos eventos no es para los neófitos: requiere de experiencia, reflejos rápidos y agilidad mental. Después de repetidas asistencias a este tipo de eventos, hemos compilado una serie de consejos de supervivencia para que cualquiera pueda ir a uno de estos acontecimientos y viva para contarlo.

  1. Vestimenta: Si el clima lo permite, seleccione prendas frescas de algodón. Aunque la moda de hoy se orienta a las ropas de fibras sintéticas, recuerde que va a un lugar con mucha gente, lo que usualmente significa un ambiente cálido. Y si además se utilizan farolitos con bombillas de halógeno, la cosa puede convertirse en un auténtico baño sauna. Todo aire de sofisticación se esfuma si uno parece el protagonista de un anuncio de anti-transpirante.
  2. Ojo con la puntualidad: Y con esto queremos decir que hay que se olvide totalmente de ser puntual. La bárbara costumbre de llegar a tiempo no tiene cabida en los círculos artísticos. Por eso es los entendidos saben que la hora de invitación suele ser únicamente una sugerencia. Calcule arribar con un mínimo de 30 minutos de retraso, pero con no más de 45, pues se arriesga a que los parqueos estén atestados y que la mesa de las viandas esté vacía.
  3. Lleve siempre su celular. El celular es un aparato esencial en estas instancias. No sólo le permite agregar importantes contactos a su agenda, sino que le permite ubicar a los amigos que se han perdido de vista entre la multitud. Portar un celular también le permite a usted ser contactado por la persona que no puede salir del parqueo porque el auto de usted le está bloqueando la salida.
  4. Aprovisionamiento. Al llegar al lugar, ubique la mesa de las bebidas y las viandas con la mayor rapidez posible y diríjase a ellas sin demora. Recuerde que lo más importante es. Procure no retirarse de la mesa sin tener una copa en una mano y un platito repleto de comida en el otro. Trate de llegar antes de que se forme una multitud o se quedará con las manos vacías, lo cual es un pecado imperdonable en estos eventos.
  5. Infórmese. Procure conseguir uno de los folletos que dan en la entrada. Si es una exposición individual, trate de aprenderse el nombre del artista. Si se trata de una exposición colectiva, apréndase el nombre de la agrupación o colectivo artístico. Poseer esta información le da a usted un aire de conocedor. Además, tener el folleto en la mano puede ayudarle a ocultar el hecho de que no llegó a tiempo a la mesa de la comida.
  6. Recorrido artístico. Con la copa en mano, el estómago lleno y la información memorizada, ya está usted listo para deambular por la exhibición. Cuente cinco fotos o pinturas a partir de la entrada, y deténgase un momento. Acérquese a la pieza y luego de analizarla en silencio por no más de treinta segundos, asienta silenciosamente antes de proseguir, indicando su aprobación antes de reanudar el trayecto. Repita cuantas veces sea necesario. Recuerde que no hay prisa, pues lo importante es que la gente se de cuenta de que usted está alli y tiene sensibilidad artística.
  7. Comentarios. Como parte de la socialización, probablemente le toque a usted expresar su opinión con respecto a la muestra. Limítese a decir “Todo esto es muy intenso: es un reflejo de la realidad en la que vivimos.” Si se siente ambicioso, diga algo como “La transposición de formas y significados complementa perfectamente la temática, creando una delicada sinergia.” Antes de que le pidan explicar lo que acaba de decir, exclame: “¿No es ese el artista? ¡Vamos a saludarlo!”. Aquí es donde viene como anillo al dedo la información aprendida anteriormente en el trifoliar.
  8. Retirada. En las exposiciones, como en todo, irse en el momento justo es muy importante. Una estancia de unos noventa minutos es generalmente considerada de buen gusto, pues permite las dosis suficientes de apreciación artística y socialización. Ahora bien, si durante su estancia llegara a albergar alguna sensación de que usted realmente es capaz de comprender el arte contemporáneo, debe retirarse inmediatamente, pues se ha excedido de copas. Si se encuentra en tal estado, evite toparse con el artista a la salida. Es bien sabido que el alcohol suelta la lengua, y nada arruina una exitosa velada artística como un exceso de sinceridad.

domingo, 11 de julio de 2010

Los laureles son pésimo colchón

(Foto: Andre Bernardo)

El despertar vino en la forma de un dolor agudo entre mis costillas. Cuando abrí los ojos, Leandro todavía tenía en la mano el paraguas con el que me había pinchado.

-“Vaya, no estabas muerto.”, dijo con una sonrisa. 
-“De que hablas?”
-“Estábamos preocupados por ti. Luego de escribir frenéticamente durante cuatro meses y publicar hasta cuatro artículos por semana, de repente, nada. Pensábamos que te había dado un derrame o algo."
-"¿Pensábamos? ¿Quienes?"
-"Tus lectores."
-"¿Mis lectores? Vamos, los mencionas como si fueran un club o algo."
-"Lo somos. Nos reunimos todos los jueves a tomar café y a comentar tus artículos. No siempre podemos llegar, pero tratamos de asistir la mayor cantidad de veces posible. Por cierto que esta semana me toca a mí elegir el lugar de reunión."
-"Nunca había oído yo de que existiera tal cosa. Pero, y si ustedes se reúnen para discutir mis escritos, no merecería yo ser invitado?"
-"Pues la verdad es que ahora no mereces muchas cosas, después de la forma en la que nos has abandonado."
-"Pero que exageración! Pero si apenas han sido tres o cuatro días de no escribir."
-"Han sido tres semanas. Y antes de eso, fueron otras tres semanas. En total, mes y medio sin nuevos textos. Ese nivel de holgazanería es inaceptable."
-"Vamos, que esto de escribir es algo orgánico, requiere de utilizar la creatividad, de asociar ideas, no se puede hacer como si fuera algo mecánico. La inspiración no surge todos los días."
-"Georges Simenon no tenía ese problema. A él lo encontrabas escribiendo día tras día, sin importar la resaca que tuviera de la parranda del día anterior."
-"Simenon no cuenta. El otro día leí un artículo que decía que él en realidad era un androide construido por el gobierno francés."
-"No voy a dignar responder tamaño disparate. Yo estoy aquí para decirte que estamos hartos. Si sigues igual, vamos a tener que desbandar el Club y empezar a leer otros blogs."
-"¡Esto es un chantaje!"
-"No, no lo es. En realidad, esto ya está pasando. Justo ayer una de las fundadoras del club confesó que dejaría de llegar a nuestras reuniones pues había empezado a leer las apasionantes historias de una niña de 15 años que da clases de maquillaje. Yo mismo me he encontrado leyendo las historias que publica un contador público que trata de ser dramaturgo."
-"¿Qué? ¿Et tu, Leandro?"
-"¿Qué puedo decirte? El hombre escribe muy bien. Su más reciente obra trata de Núñez Pereira, un escritor que está a punto de perderlo todo cuando se descubre que ha desfalcado al fisco por años. Pero entonces aparece el protagonista, que tiene una solución inesperada que tiene que ver con el Formulario 1564-E de Declaraciones Patrimoniales…"
-"Perdona, ¿el protagonista es un contador?"
-"Todos sus protagonistas son contadores."
-"No se diga más. Reúne al Club, ofréceles mis disculpas por el abandono y dile a todos que antes de que termine el día tendrán un nuevo artículo para su lectura."
-"En serio, ¿lo harás?"
-"Lo juro por la madre de Tom Wolfe."

Luego de que Leandro se hubo ido, encendí la computadora y me dispuse a escribir el artículo prometido. Tan sólo necesitaba hacer algo antes. Revisé el sitio que me había recomendado mi amigo y confirmé mis sospechas. Me urge encontrar un nuevo contador, de preferencia uno que no se sintiera en libertad de divulgar mis parabienes contables en sus creaciones dramatúrgicas. Si ustedes saben de alguno, avísenme por favor.

viernes, 11 de junio de 2010

Malo de encender y peor de apagar

 (Foto: Stephen Mallon)

Mientras desciendo vertiginosamente por la empinada cuesta, percibo la velocidad de mi auto acrecentarse con cada segundo que pasa. Arbustos, casas y transeúntes pasan a mi par convertidos en manchas borrosas. El peligro que se cierne sobre mí produce oleadas de adrenalina que recorren mis venas traduciéndose en palpitaciones desaforadas en mi pecho y gotas de sudor frío que perlan mi frente. Pienso en el pedal del freno, y ruego no tener que usarlo pues sé muy bien que parar ahora sería catastrófico.

A cambio de todas las ventajas que proporciona el automovilismo, el conductor se pliega a las incesantes exigencias de todo vehículo: gasolina, aceite, líquido de frenos, anticongelante y mil cosas más. Desatender alguna de éstas puede ser calamitoso y conducir a un peatonismo obligado. Pero mientras que una carencia de gasolina tan sólo puede ser remediada con más gasolina, una carencia de batería puede ser paliada con la combinación adecuada de esfuerzo físico e inercia.

Y eso es algo muy afortunado, porque a diferencia de la gasolina y el aceite, la batería no siempre avisa antes de fallar. Un conductor puede manejar su vehículo el día entero sin problemas y pasar las de Caín para encenderlo por la noche. Ese caprichoso carácter de las baterías ha obligado a algunos a cargar cables para pasar corriente, pero ello precisa de la gentileza de otro conductor, algo en lo que difícilmente se puede depender hoy en día. Contagiados de ese nihilismo, algunos conductores han optado por comprar baterías portátiles que usan para pasarle carga a sus extenuados vehículos. Algo muy conveniente, pero distan de ser una opción para el automovilista con presupuesto limitado. Algunos optan por llamar a la agencia de seguros para solicitar auxilio, pero si el vehículo se queda varado en un lugar oscuro y poco concurrido, puede ser que cuando al fin llegue la grúa, no quede suficiente vehículo que remolcar.

Es por todo lo anterior, que empujar sigue siendo la opción favorita para encender el vehículo en caso de emergencia. Esta actividad es muy sencilla cuando se lleva un copiloto o se consigue a algún alma caritativa que empuje mientras uno se sube a tratar de encender el vehículo. Las cosas se complican cuando la única persona disponible para empujar es la misma que tiene que encenderlo. Esto produce frenéticas escenas de hilarante acrobacia propias de las películas de los años dorados del cine mudo.

Para quienes tienen la fortuna de haber parqueado en terreno inclinado, lo único que resta es quitar el freno de mano y dejar que el peso y la gravedad se hagan cargo. Si la batería no está muy agotada, bastará con unos diez o veinte metros de caída para encender el vehículo. Pero si la cosa es seria, como a veces sucede, es preciso dejar caer el auto mucho más, hasta que el acumulador reúna carga suficiente.

Y fue así como me he ví en la situación que describía al principio. Al ver que mi auto se rehusaba a encender, tuve que permitir que transcurriera más tiempo del que yo consideraba prudente. Aunque la calle estaba en una pronunciada pendiente, el testarudo carro no quería encender. Apagué el aire acondicionado, el radio y cualquier otra cosa que pudiera drenar preciosa energía de arranque, pero nada. El auto comenzó a perder impulso conforme el terreno se hizo menos vertical. Miré a mi alrededor y me di cuenta que mi acelerado paseo me estaba llevando a uno de esos barrios a los que uno no entra ni aunque le paguen. Decidí intentar un cambio de enfoque. Suspendí la letanía de expletivas que venía murmurando entre dientes, miré fijamente al tablero de instrumentos, y en tono demasiado agudo, dije: “Si enciendes ahora, te juro que mañana te compro una batería nueva.” Silencio. Traté de controlar mi nerviosismo y agregué: “Además te voy a llevar a lavar, aspirar y a pulir.” El motor emitió un gruñido casi inaudible. Con voz seductora acaricié el tablero de instrumentos mientras susurraba: “Y por supuesto, te llenaré el tanque con gasolina de alto octanaje.” Y en ese momento, el auto arrancó.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Fabricantes de pena ajena

(Foto: Eddy Joaquim)

Actualmente existen grupos de apoyo para gente que ha caído en drogas, alcohol, compras compulsivas, y mil cosas más. Sin embargo, hay un cierto grupo con tendencias antisociales y destructivas que no está siendo atendido. Y vaya si urge crearles un grupo, porque hoy en día no hay quien ayude a los ridículos.

La ridiculez es un mal mezquino, que se adueña de las personas y las convierte en seres ofuscados, con ideas disparatadas que van en contra de la moral y las buenas costumbres.

Un caso que dio mucho de qué hablar fue el del universitario que decidió aprovechar su ceremonia de graduación para pedirle la mano a su novia. Que 99% del público presente no tuviera el menor interés en ver devaneos románticos le importó poco al muchacho, quien con voz trémula por la emoción declaró desde el podio su amor perenne por la muchacha, convirtiendo en una telenovela lo que hasta ese momento había sido un solemne acto académico. El decano, en lugar de llamar al orden al petimetre irreverente, ensalzó con evidente exaltación las virtudes del amor joven, revelando de tal forma la ridiculez que a él mismo lo aquejaba.

Esta epidemia de ridiculez tiene sus orígenes indiscutibles en la avalancha de telenovelas, radionovelas, literatura rosa y comedias románticas a las que muchos se ven expuestos día tras día, durante años, lo que les provoca una erosión de la barreras mentales que separan la ficción de la realidad. Debido a esta inhabilidad para distinguir la vida real de las películas, los ridículos son propensos a cometer actos de teatralidad exagerada, manifestando una total indiferencia ante la propiedad, la sensatez y la cordura.

¿Es la ridiculez incurable? Por el momento la ciencia no ha encontrado solución alguna, pero aparentemente se han logrado avances por medio de largas terapias con electrochoques. La falta de una cura hace necesario poner especial énfasis en la prevención, seleccionando cuidadosamente la cultura a la que se ven expuestos los niños, antes de que sea demasiado tarde. Sólo cuidando a nuestros jóvenes lograremos contener la ridiculez antes de que afecte a la siguiente generación.

Lo más terrible es que cada incidencia de ridiculez supera a la anterior. El caso del universitario romántico se queda chico comparado con el de cierta pareja que decidió tener una boda musical. En esta surreal ceremonia, el novio y la novia hicieron sus respectivas entradas bailando al son de de música contemporánea. Luego, a media misa, se hizo una pausa en la que el cura procedió a sentarse mientras la pareja de recién casados danzaba una complicada coreografía en compañía de sus caballeros y damas de honor. La gravedad del asunto se pone en evidencia cuando se consideran las muchas semanas que todo el cortejo pasó tuvo que pasar ensayando dicho número musical. Un acto de ridiculez premeditado, y por lo mismo, escalofriante.

viernes, 30 de abril de 2010

Diferentes, pero semejantes

(Foto: Stone)

Si bien hombres y mujeres pertenecen a la misma especie, frecuentemente cuesta creerlo. Cada uno vive la vida con intereses diametralmente opuestos, lo que frecuentemente puede hacer muy difícil la comunicación entre los sexos. Difícil, pero no imposible. Tan sólo hay que hablarle a cada uno en términos que entiendan. Por eso es que en esta oportunidad les presentamos dos versiones del mismo artículo, escritas para que cada sexo pueda entenderlo a cabalidad.

Haga clic en una de las dos versiones del artículo para continuar:

viernes, 23 de abril de 2010

¿El adiós al libro?

(Foto:Justin Hutchinson)

Imaginen que unos días antes de celebrar su fiesta de cumpleaños, tocaran a su puerta para avisarles que tienen los días contados. Menudo chasco, ¿no? Pues eso exactamente le ha pasado al libro de papel.

Cuando poco faltaba para celebrarle su día, las publicaciones de tecnología ya le han vaticinado al libro análogo su pronta defunción a manos de las nuevas computadoras-tableta. Estas modernas maravillas tienen pantallas grandes, texto de tamaño ajustable y suficiente disco duro para meterles todos los textos que uno quiera. Por si eso fuera poco, con las tabletas se puede navegar en la Red, crear documentos, bases de datos, presentaciones y mil cosas más. Pero a pesar de todas las maravillas de las tabletas, aun falta bastante para que acaben con los libros de papel, como tanto se ha profetizado.

Es cierto, un material impreso no cuenta con vistosas animaciones, hipertextualidad o acceso a la Red, pero goza de una presencia y una legitimidad que no tiene el texto electrónico. El libro digital está compuesto de unos y ceros transformados en millones de píxeles exhibidos detrás de una vitrina de cristal líquido, donde no pueden ser tocados sin riesgo de electrocución. En cambio, el papel y la tinta que constituyen un libro invitan a ser palpados y experimentados a la vez que le prestan colores, texturas y aromas propios a la lectura. Así como el olor a automóvil nuevo es parte de la experiencia de conducir, el intoxicante perfume de la tinta en un libro recién impreso llega hasta lo más profundo del cerebro del lector.

Y es esa experiencia táctil la que hace que un libro de papel se sienta auténtico en nuestras manos. El libro análogo es algo que se puede poseer, prestar, anotar, personalizar, dedicar. ¿Cómo dedicaran los autores los libros electrónicos descargados por sus lectores? ¿Acaso tendrán que firmarles el Kindle?

Otro triste aspecto de la inmaterialidad de los libros electrónicos es carecen de una portada. Claro, en la versión digital del texto se suele incluir una foto de la portada, pero ¿cómo va a ser lo mismo? Aunque el refrán dice que no puede juzgarse un libro por la portada, millones de personas saben que eso no es verdad. Parte de la gracia de visitar una librería es deambular sin rumbo entre las estanterías, y permitir ser seducidos por los cantos de sirena de los cientos de portadas que con colores, textos y formas nos persuaden a la compra.

Finalmente, una supuesta “ventaja” de los libros electrónicos es que puede guardarse la Biblioteca de Alejandría entera en un espacio menor al de una caja de zapatos. ¿Y que gracia tiene eso? Para quien gusta de los libros análogos, esta no es ventaja alguna, pues esos tomos compuestos de hojas impresas, cosidas por un extremo y protegidas por una portada, son artefactos preciosos para el bibliómano, y constituye un especial gozo exhibirlos en las libreras. Desde allí constituyen mudos garantes de nuestro acervo cultural, de nuestra pasión por la lectura, de nuestra sed de conocimiento. Son nuestros tesoros literarios, mucho más valiosos que el oro y la plata.

¡Larga vida al libro!

viernes, 16 de abril de 2010

Epílogo a un desafío

(Foto: Ofer Wolberger)

Amigos míos (espero que no les moleste que a estas alturas ya los considere mis amigos), es con un gran gusto que me permito anunciarles la feliz conclusión del Desafío 35 en 69, un desmadre de índole pírrica que probablemente no sea repetido en un buen tiempo. Gracias a todos por dedicar tiempo a ingerir las delirantes lecturas que se encuentran aquí así como gracias por todos los comentarios recibidos. Y si por casualidad son de los que no han dejado ninguno todavía, ¿qué mejor momento para empezar que éste?

Antes de retirarme, los dejo con una entrevista realizada a este humilde servidor por los buenos amigos de Échate Un Click para conmemorar el aniversario de las Neuronas y nuestro arribo a los cien posts. A diferencia de la que aparece en el último post, ésta si es una entrevista de verdad, a pesar de lo cual espero que les guste.

A propósito de la centena

(Foto: Antonio M. Rosario)

En este día, Neuronas Parlanchinas arriba a otro hito en su historia: Cien artículos. Para conmemorar esta instancia histórica, les brindamos en esta oportunidad una entrevista con el autor de este centenar de delirios. Una oportunidad para conocerlo e idolatrarlo.

Entrevistador: Buenas noches, podría dar su nombre y ocupación, por favor?

Autor: ¿Y usted quién es y qué hace en mi casa? ¡Váyase de aquí antes de que llame a la policía!

E: Le visito para entrevistarlo por ocasión del centésimo artículo publicado en Neuronas Parlanchinas. Le agradeceré encarecidamente que deje de golpearme con ese bate de aluminio. Si me fractura el otro brazo no podré tomar apuntes.

AA: Quien entra por una ventana ajena, se atiene a las consecuencias.

E: Toqué la puerta, pero nadie me abrió. Y usted no contestaba su teléfono.

AA: El hecho de que sean las cuatro de la mañana puede haber tenido algo que ver.

E: Tan sólo era mi intención entrevistarlo sin las interrupciones de la vida cotidiana. ¿Le molesta si empezamos la entrevista? Sus lectores se lo agradecerán.

AA: De acuerdo, pero hágame favor de no desangrarse encima de la alfombra. Cuesta demasiado sacar las manchas.

E: Mil disculpas, prometo no hacerlo más. Empecemos entonces. Para quienes no lo saben todavía, ¿Que es ‘Neuronas Parlanchinas’?

AA: Es el espacio de expresión donde las neuronas de mi cerebro pueden comunicarle al mundo sus intereses, inquietudes, ansiedades y pasiones prohibidas.

E: ¿Y cómo fue que decidió empezar?

AA: A mis neuronas siempre les ha gustado hablarme, desde que era chico. Durante mucho tiempo ellas se contentaron con tenerme únicamente a mí como audiencia, pero hace precisamente un año decidieron que esto ya no era suficiente. Así que me llevaron aparte y me hicieron ver que las verdades enunciadas por sus voces silenciosas debían ser puestas a disposición del mundo entero. Un par de horas después ya estaba funcionando el sitio web.

E: Tengo entendido que usualmente no se dedica a la escritura.

AA: Y no lo hago. Todo lo que encuentran en el sitio ha sido puesto allí por las neuronas. Eso sí, el logo que habían elegido originalmente era terrible, así que les ayudé a escoger uno más apropiado. Mis neuronas escriben muy bien, pero pueden ser muy malas para la estética.

E: ¿Nos puede contar sobre algunos temas que piensa tratar en ediciones futuras de Neuronas Parlanchinas?

AA: Me gustaría decírselo, pero me es imposible. Tan sólo tengo acceso al material en el momento de publicarlo. Las neuronas son así, les gusta el secreto. Por eso escribo con los ojos cerrados.

E: Con el permiso de usted, me siento algo mareado, y antes de desmayarme me gustaría concluir la entrevista para a ir a un hospital. ¿Algún último pensamiento que le gustaría compartir con su audiencia?

AA: No es bueno meterse los codos en la nariz.

E: No podríamos estar más de acuerdo.

martes, 13 de abril de 2010

A burro negro no le busques pelo blanco

(Foto: Peter Cade)

Los cabellos ajenos pueden, en ciertas circunstancias, producirnos severos disgustos. El comensal que encuentre uno en su sopa, verá arruinada su cena. La dama que encuentre uno en el marido, probablemente emprenderá camino donde su abogado. Pero por muy molestos que sean los cabellos ajenos, los propios pueden dar sinsabores más graves. Como cuando los encontramos en nuestras sienes, impúdicamente desprovistos de toda pigmentación.

Por muy jovial que uno quiera ser, encontrarse el primer cabello gris en la cabeza le marca a uno la vida. Quien se topa con tan desagradable hallazgo, invariablemente pasa a experimentar algunos o todos de los procesos mentales siguentes:

Negación: “Eso no era una cana. Si entrecierro los ojos y apago la luz, mi cabello todavía se ve oscuro. Esto no me puede estar pasando, no a mí.”
El individuo reacciona arrancándose la cana, tiñéndola o bien peinándose con cuidado para esconderla entre los demás cabellos. Luego procede a fingir que todo sigue igual que antes. Esta etapa puede durar años.

Cólera: “¿Por qué yo? ¡No es justo! ¿Cómo pudo salirme una cana a mí? ¡No voy a descansar hasta hallar al culpable!”
En esta segunda fase, el individuo no puede seguir negándose a ver la realidad. En estos momentos, la persona es muy difícil de tratar, pues maneja ira y envidia mal enfocados. Ver a alguien con una cabellera sin canas produce en el individuo oleadas de envidia y resentimiento. Se arrojan a la basura sombreros demasiado ajustados y champús-acondicionadores, a los cuales se culpa de provocar la situación.

Negociación: “Tan sólo quiero conservar mi cabello oscuro hasta que me asciendan a gerente. Haría cualquier cosa por un poco más de tiempo con el pelo oscuro. Con gusto daría todos mis ahorros si tan solo...”
La tercera etapa hace surgir la esperanza en el individuo de que puede posponer o retrasar el encanecimiento. Usualmente se dirigen las negociaciones a un Poder Superior a cambio de un cambio de vida. Se intentan tratamientos homeopáticos, masajes orientales y enjuagues orgánicos.

Depresión: “Estoy tan triste, ¿para qué pierdo mi tiempo en hacer cualquier cosa? Voy a tener el cabello blanco, y nada puede evitarlo. Extraño a mis rizos castaños...”
En esta cuarta fase, la persona empieza a entender la certeza del encanecimiento. Debido a esto, el individuo puede volverse muy callado, negarse a recibir visitas y pasar mucho tiempo llorando y doliéndose por sus cabellos palidecidos. Este proceso le permite al individuo a desconectarse a si mismo del color de pelo que alguna vez tuvo. No se recomienda intentar alegrar a la persona en este estado. Es un importante momento que debe procesarse en su totalidad. Se recomienda acudir a expertos en el tema, como barberos y estilistas.

Aceptación: “Todo va estar muy bien. No puedo luchar contra ello, por lo menos puedo hacer preparativos para su llegada.”
La última etapa viene con la paz y el entendimiento que tener la cabeza cubierta de canas no está tan mal. Los sentimientos de tristeza y cólera desaparecen por fin y se aprende a convivir, complaciéndose con la apariencia de distinción y seriedad que las canas otorgan. La apreciación por los cabellos desprovistos de pigmento llega de la mano de la comprensión de que hay una cosa peor que tener canas: no tenerlas.

Y si no nos creen, pregúntenle a los calvos.

sábado, 10 de abril de 2010

Vivir duele

(Foto: D. Sharon Pruitt)

La verdad, nunca pensé estar de acuerdo con los emos, pero estos filósofos melancólicos y yo hemos llegado por diferentes caminos a una gran verdad que vale la pena mencionar: que la vida es dolor.

Tal vez suena a exageración, pero es verdad: el dolor es una sensación que nos acompaña desde el nacimiento hasta la muerte. A partir del momento en que el obstetra nos recibe a nalgadas, la vida está compuesta de pequeños y grandes dolores. Difícilmente tendremos un día cuando no sintamos al menos un dolorcillo aquí o allá.

Pocas veces estamos conscientes de cuanto dolor experimentamos porque la mente tiende a olvidar los dolores pequeños -indicadores de molestias pasajeras- y registra únicamente los dolores grandes, que indican males más serios. Así es como tenemos fresco el recuerdo de cuando nos fracturamos un brazo, pero olvidamos las diecisiete veces que hemos dado con el dedo pequeño del pie en la pata de la cama.

A diferencia de muchos, yo sí estoy considerablemente más al tanto del dolor que experimento diariamente, pues gracias a mi torpeza innata, me veo expuesto a mucho más dolor intrascendente que la mayoría. Por algún ignoto desorden en mi sistema de navegación cerebral, siempre me vivo golpeando los brazos con los tiradores de las puertas. Además tengo una propensión a magullarme los tobillos con una frecuencia alarmante. Y mis manos están cubiertas de cicatrices que constituyen silentes testigos de las innumerables veces que me he quemado, rebanado y/o machacado mis queridas extremidades.

Pero hay peores lugares del cuerpo para lastimarse. Con sus billones de sensores de presión, temperatura y dolor, las puntas de los dedos son las campeonas indiscutibles del dolor inconsecuente. Basta un tenue roce para sentir ardor un par de horas. Un tajo minúsculo que perfore la dermis puede causar molestias durante días. Y si uno se corta mal las uñas, tiene molestia para rato.

Si tener dolor es incómodo, no tenerlo es enfermizo. Si no, pregúntenle a los que sufren del CIPA, un raro desorden nervioso que impide la percepción de dolores grandes y chicos, y que obliga a revisarse la piel el día entero para detectar a tiempo cualquier lastimadura antes de que ésta se infecte. Y si por mala suerte un enfermo de CIPA llegara a tener una apendicitis, puede que se entere de ello hasta que le hagan la autopsia. Comparado con eso, hasta el desazón de una uña encarnada resulta apetecible.

miércoles, 7 de abril de 2010

Rezago cultural

(Foto: Antoine Rouleau)

Hace poco los científicos dieron la terrible noticia de que, a consecuencia de los recientes movimientos sísmicos ocurridos en el hemisferio sur del continente americano, los días se ha acortado dos milésimas. Estas fueron malas nuevas para mí, pues ahora tendré aun menos tiempo para actualizarme.

Estar al día es una actividad muy importante para los ciudadanos del siglo XXI. Y nada es más importante que estar al día con el entretenimiento. Pero esto no es precisamente fácil.

Consideremos al mundo del cine, por ejemplo. Se estima que cada año se producen 5,000 películas en todo el mundo. Si calculamos que la duración promedio de una película es de 90 minutos, eso quiere decir que para poder ver todas las películas de este año en un lapso de 365 días, tendríamos que dedicar 20 horas diarias a ello, lo cual nos dejaría exactamente cuatro horas al día para comer algo y dormir antes de volver a empezar.

Y si a eso agregamos los cientos de miles de episodios de televisión, obras de teatro, libros, revistas que entran en circulación anualmente, estamos hablando de millones de horas de entretenimiento que no es posible absorber ni aun teniendo más ojos que una mosca.

Además, el entretenimiento es como la costilla de cerdo: exige tiempo para ser digerido adecuadamente. Los libros exigen una lectura reposada, para que el cerebro produzca las imágenes mentales que el autor desea que construyamos. El cine y la televisión requieren de un análisis semiótico y narrativo, para analizar todos los elementos e historias mostrados en la pantalla. Debido a la gran cantidad de tiempo necesaria para desentrañar cada pieza de entretenimiento, hay que olvidarse de la cantidad y enfocarse en la calidad. ¿Pero cómo elegir lo mejor?

Al rescate llegan los críticos del entretenimiento, quienes dedican su tiempo a experimentar libros, películas y televisión para que nosotros no tengamos que hacerlo. Es gracias a ellos que en vez de tener que ver las 5,000 películas anuales, sepamos que únicamente unas 100 valen la pena ver.

El problema es que aún no he logrado que me paguen por leer libros, ver televisión o ir al cine, así que tengo que hacer milagros con el tiempo libre que me queda. Eso significa que, con suerte hojeo una revista cada dos días, veo una película a la semana, leo un libro cada tres meses y veo televisión cuando puedo. A ese ritmo, calculo ponerme al día con mis pendientes alrededor del año 3026.

Eso, si ningún otro terremoto decide hacernos los días aún más cortos.

domingo, 4 de abril de 2010

Paradisíaca desolación

(Foto: Frank Schwere)

Todos tenemos un momento cinematográfico favorito. Para algunas personas es cuando derrotan al villano o cuando los protagonistas se funden en un apasionado ósculo. Para mí es cuando el protagonista deambula solitario por una ciudad abandonada. En mi opinión, lo único más bello que ver ese momento en el cine, es vivirlo en la vida real.

Afortunadamente, para gozar de una ciudad vacía no es necesario esperar a que haya una invasión extraterrestre, una epidemia, o alguna catástrofe natural. Tan sólo hay que esperar un fin de semana largo. En estas oportunidades, el grueso de la población deja la ciudad en pos de verdes campos, soleadas playas y templadas montañas. Mis condolencias por quienes así hacen, porque no saben lo que se pierden.

Las ventajas de una ciudad vacía son enormes. Precisamente uno de los problemas más grandes de las urbes es la sobrepoblación, que desencadena otros inconvenientes a su vez, como aglomeración, embotellamientos y mil cosas más. Cuando la gente se va, el tránsito se vuelve increíblemente expedito, permitiendo llegar de punta a punta de la metrópoli en minutos, no horas. En vez de perder tiempo dando vueltas y más vueltas a la manzana para encontrar un lugar libre donde aparcar, al conductor le esperan numerosos lugares tentadoramente vacíos y próximos.

Ir a un centro comercial es casi una experiencia surrealista. Nada de tropezar con la gente en los pasillos o tiendas atestadas. Al contrario, los vendedores casi se arrojan sobre los clientes con tal de que les compren algo. La mismo pasa en panaderías, restaurantes y cafeterías. La desesperación del empresario puede ser la bendición del consumidor.

Las calles sin gente invitan a pasear tranquilamente por ellas, experimentando la preciosa soledad, imposible en cualquier otro momento. El silencio es absoluto, y puedo oirse el viento mientras pasa por las calles vacías. La ciudad, en su desolación, se vuelve acogedora y cómoda para quienes saben disfrutarla.

Pero de lo bueno, poco. Las maravillas de una ciudad vacía tan sólo se pueden experimentar en feriados breves, no mayores de tres días. Cuando el éxodo poblacional es más largo, los dueños de negocios deciden que no vale la pena abrir. Esto hace que encontrar un buen lugar donde comer se vuelva complicado. Y si ustedes necesitan comprar enseres de alguna ferretería, les deseo buena suerte. En esos caso, no queda otra que esperar a que gente vuelva y nuestro paraíso de soledad se convierta en la ciudad aglomerada de siempre.

viernes, 2 de abril de 2010

Salvado por la tirana

(Foto: Piotr Powietrzynski)

Luego de esperar más de cuarenta minutos sentado en la sala a que la damita de sus amores terminara de peinarse, Leandro decidió caminar un poco para estirar las piernas. Se aventuró por la puerta abierta del estudio. Y encontró a Graciela, dormida frente al televisor. Con mucho esfuerzo, Leandro reprimió los deseos de asfixiarla con una almohada.

Ya hacía tiempo que Leandro había resuelto que sus visitas a esa casa eran muchísimo más placenteras cuando Graciela no estaba presente. De toda la familia, ella era a la única a quien no podía aguantar.

Por supuesto, él se había cuidado de externar ese sentimiento, pues bien sabía que en esa casa Graciela era el verdadero poder detrás del trono. Ella estaba consciente de su posición y blandía su voluntad como un garrote, haciendo que todos sus caprichos fueran concedidos al instante. Y ¡ay de aquel que cayera en su desgracia! Una multitud de empleadas había desfilado por esa casa hasta que al fin se quedaron con una que no sabía barrer, trapear ni planchar, pero como se había ganado el aval de Graciela, eso era más que suficiente.

Las historias del despotismo de Graciela sobraban. El señor de la casa había tenido un sillón predilecto hasta que Graciela decidió que era el lugar perfecto para ver televisión. De nada le sirvió al pobre hombre haber pasado varias semanas escogiendo el mueble, pues al final, tuvo que cederlo.

Al no ser ni empleado ni familiar de Graciela, Leandro había gozado de una cierta inmunidad hasta ese momento. Pero esto acabaría si él continuaba cortejando a la damita de la casa. A pesar de las consecuencias, él no estaba dispuesto a subyugarse. Si Graciela se metía con él, estaba dispuesto a decirle las verdades en la cara. Hasta le diría lo que en realidad pensaba de sus atuendos, tan chillones y tan poco apropiados para su edad.

Pero ahora que tenía a Graciela frente a él, se le ocurrió que tal vez ella no era la mala de la historia. Ella tan sólo era lo que le habían permitido ser. Si era una tiranuela, se debía a que los señores de la casa eran unos pusilánimes sin un concepto claro de la disciplina. Y si Graciela usaba atuendos horribles era porque en esa casa no les bastaba con ponerle nombres de persona a las mascotas, sino que además les ponían ropa. Si él insistía en seguir visitando esa casa, llegaría a ser igual a ellos, rindiendole pleitesía a una Chihuahua color beige. Sin pensarlo más, Leandro giró sobre sus talones y salió de la casa para no volver, no si antes agradecerle a Graciela por salvarlo de pertenecer a una familia ridícula.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Conducciones astrales

(Foto: Xanderall Studios)

Al llegar la noche, las calles se adueñan de un protagonismo que les es imposible alcanzar durante el día. Y es que mientras el cielo se encuentra iluminado, nadie las toma en cuenta. Es hasta que la bóveda celeste se apaga, que las calles pasan a primer plano, y su gris asfalto se convierte en marco de mil y una historias.

Manejar de noche tiene un cierto embrujo que el automovilismo diurno adolece. Cuando el sol se marcha, se lleva consigo los aspectos más molestos de la conducción: el calor, los embotellamientos y los policías de tráfico. A cambio deja avenidas y calles desprovistas de vehículos y transeúntes, irradiadas con las luces anaranjadas y verdosas de la iluminación pública así como por el escandaloso neón multicolor de los rótulos. En las esquinas, el ámbar y el rubí se apoderan de los semáforos mientras que el esmeralda duerme el sueño de los justos.

La noche citadina cuenta con ritmos y candencias propias. Las tiendas diurnas se cierran y los locales que han permanecido cerrados durante el día abren sus puertas a clientes ávidos de liberar tensiones acumuladas durante las horas previas. En esos lugares tan rebosantes de pasión, música y colorido, se entretejen las más variadas y originales novelas, protagonizadas por personajes a la vez genéricos y únicos. Quien pase frente a estos lugares se sentirá seducido o repelido, pero nunca indiferente.

Pero si el tránsito urbano nocturno es como una descarga de adrenalina, el manejo automovilístico en autopista realizado de noche puede llegar a ser hipnótico, casi místico. Mientras que la metrópoli se caracteriza por derrochar luminosidad, en la carretera de provincia la única iluminación disponible suelen ser los faroles propios y los ajenos. El verde paisaje diurno se transforma en un negro telón que se funde con las tinieblas de las alturas. El espacio sideral ya no parece tan lejano y surcarlo parece algo plausible y normal.

La oscuridad lo envuelve todo, pero no puede contener a algunos cuerpos luminosos que perforan su denso manto. Pequeños poblados posados en laderas desfilan silenciosamente fuera de mis ventanas como constelaciones de estrellas. Meteoros cargados de luz aparecen de la nada y enfilan hacia mí a un ímpetu vertiginoso, cambiando de rumbo justo antes de colisionar. Mientras pasan estrepitosamente a mi lado, puedo verlos convertirse en autobuses extraurbanos por unos segundos antes de desaparecer, devorados por la negrura.

Al carecer de la luz del sol para medir el paso de las horas, el tiempo pierde velocidad hasta detenerse, convertido en una amalgama sólida de horas y minutos. Asimismo el punto de origen y el destino son lo mismo: nociones abstractas, carentes de significado. Lo único que importa es el aquí y el ahora mientras se navega por el cosmos a treinta centímetros del suelo.

lunes, 29 de marzo de 2010

Deflaciones

 (Imagen: Richard Kolker)

En estos momentos, la compañía francesa Michelin está trabajando para desarrollar una llanta de automóvil que no utilice aire. El prototipo se asemeja a una rueda de bicicleta muy gruesa, o a una rueda de carromato muy pequeña. Cuando salga a la venta, los automovilistas de todo el mundo le dirán adiós a los pinchazos para siempre. Lástima que inventos tan maravillosos como éste siempre lleguen demasiado tarde.

La semana pasada, mientras deambulaba por las calles de esta urbe, al intentar esquivar a un energúmeno, me pegué demasiado a la acera. Esto causó que mi neumático frontal derecho se frotara contra el cemento del bordillo, lo cual fue desgarrador. El aire hasta ese momento contenido dentro de la llanta salió silbando como si se tratara de un flautista frenético. Con la mayor calma que me fue posible procedí a maniobrar el auto para sacarlo del tráfico. Con eso buscaba evitar que otro auto colisionara con el mío. También quería evitar que me siguieran maltratando a todo mi árbol genealógico, que ya poco faltaba para que llegaran a mi tatarabuela.

Al inspeccionar el vehículo, me topé con un cuadro desolador. El auto que momentos antes se desplazaba garbosamente a sesenta kilómetros por hora, ahora se encontraba miserablemente inmóvil, anclado en el pavimento. Inclinado como estaba, mi auto parecía pedirme perdón por hallarse convertido en un triciclo de tres toneladas.

Consideré las opciones disponibles. Primero pensé en llamar al seguro del auto, pero debido a la cantidad de vehículos circulando a esa hora, bien podrían tardar más de una sesenta minutos en llegar, lo que me forzaba a tomar la segunda y terrible opción: cambiar la llanta yo mismo.

No estaba muy seguro de cómo hacerlo, pues en los cuatro años que he tenido este auto, esta era apenas la segunda vez que le cambiaba una llanta. Sin embargo, al hacer memoria, la vez anterior yo había decidido esperar a la grúa, así que en realidad, esta era la primera vez que hacía el cambio. Si bien es cierto que portaba un manual de instrucciones en la guantera, todo el mundo sabe que los portadores del gen XY no leemos manuales. Procedí a extraer la caja de herramientas y la llanta de repuesto del baúl. Si todo es así de fácil, pensé, estaré conduciendo en un santiamén. Cuan equivocado estaba.

Quitar el plato fue una tarea titánica que requirió dosis iguales de maña y de fuerza. Esto me hizo sospechar que mi auto había sido diseñado como un ejercicio de sadismo. Confirmé mi sospecha en el momento de poner la nueva llanta. A diferencia de los autos japoneses y americanos, que tienen los pernos adosados al disco de frenos, este modelo trae tornillos, que es preciso colocar con una mano mientras se sujeta la llanta de 40 libras con la otra. Es preciso tener en mente que pasar el día en una oficina no lo prepara a uno para tareas manuales como ésta.

Concluida la tarea, subí las herramientas al auto y reanudé mi trayecto. Mi apariencia debe haber sido especialmente calamitosa, pues repetidas veces me preguntaron si había sido víctima de algún asalto.

Al día siguiente, mientras trataba de sobrellevar el punzante lumbago y los múltiples calambres causados por tan ardua tarea, me prometí a mi mismo que en cuanto pudiera sostener un lápiz en la mano, le escribiría una atenta carta a los señores de Michelín, para rogarles que apresuren la producción de su nueva llanta, porque si me veo obligado a cambiar otra llanta, no creo contar el cuento.

sábado, 27 de marzo de 2010

Desórdenes celulares

 (Foto: D. Sharon Pruitt)

Muchas personas han pedido que les informe del desenlace de mis aventuras telefónicas. Y es que la última vez que mencioné el tema, estaba a punto de elegir entre un teléfono celular con características tan portentosas como acceso al Internet y una pantalla sensible al tacto, mientras que el otro aparato era tan simple que lo único que podía hacer era realizar llamadas. Una elección consolidaba mi devoción al consumismo tecnológico, mientras que la otra era casi como un valiente acto de protesta contra la enajenante tecnología.

Para quienes aspiraban a verme convertido en un símbolo del ludismo del tercer milenio, lamentablemente debo informarles que elegí el aparato caro. En realidad, no tuve opción. Cuando llegué a la tienda a cancelar el contrato, me informaron que mi aparato ya estaba listo. Y sin darme oportunidad de protestar, me lo pusieron en mis manos. Pasar los dedos por la pantalla táctil y olvidar mis aspiraciones de primitivismo fue algo casi instantáneo.

Por favor, no me odien por ser consumista. Compréndanme, soy un individuo débil. Nunca he podido resistirme a una interfase gráfica bien diseñada, y la de mi nuevo celular es especialmente impresionante. Los colores son brillantes, las imágenes son bellísimas y las animaciones son casi sensuales. Durante los primeros días en que el aparato fue de mi propiedad, pasé horas enteras pasando de un menú al otro, por el puro gusto de verlos aparecer y desaparecer.

Lógicamente, contar con un aparato tan sofisticado impactó en mi estilo de vida profundamente. Las redes sociales como Facebook y Twitter súbitamente estuvieron a mi alcance de forma permanente. Cualquier momento de tedio podía ser disipado con una rápida mirada a las cosas que habían posteado los demás. Los desvaríos que habitualmente se leen en este espacio son poca cosa comparados con las esotéricas manifestaciones que pueden verse en otros lados del Internet.

Tal y como lo vaticiné anteriormente, mi vida comenzó a ceder a los impulsos obsesivo compulsivos. Fui prisionero gustoso de la curiosidad y la ansiedad. Me encantaba estar al tanto del impacto causado por mis comentarios. Lamentablemente, la situación empezó a salirse de control. Cualquier momento era bueno para mandar mensajes al Internet: viendo televisión, caminando en el pasillo o esperando a que cambiara la luz del semáforo. Un par de veces se me pasó el piso al que iba por estar mandando mensajes en el elevador.

Pero justo antes de que la cosa empeorara, logré contenerme. He abandonado el mensajismo obsesivo-compulsivo, reservándolo únicamente para ciertas horas del día. Mi uso del teléfono celular también es sumamente moderado. Fue algo logrado con muchísima fuerza de voluntad, por supuesto, pero puede que también haya influido el hecho de que, por tanto navegar en internet desde mi teléfono, me quedara sin saldo por tres semanas.

Lecturas relacionadas: Menos es más

jueves, 25 de marzo de 2010

Palabras que matan

(Foto: Brad Wilson)

Un ser humano debe poseer una serie de habilidades para subsistir en el agreste mundo contemporáneo. La capacidad de soportar un trayecto en el transporte público es muy útil, por ejemplo. Contar con un estómago inmune a los alimentos preparados en condiciones antihigiénicas también es muy importante. Pero hay algo que es necesario para todo ser humano y que define sus posibilidades de éxito y supervivencia como individuo: el arte de sobrevivir ataques verbales.

Si bien hubo un tiempo cuando toda disputa era solventada a garrotazo limpio, esta contundente solución a los conflictos mostró ser poco práctica, pues moler a palos a alguien suele ser agotador. Además, limpiar y ordenar después de una reyerta armada tampoco es gracia y menos si es cosa de todos los días. Fue así como el uso de armas pasó a ser reservado para asuntos más serios como los líos pasionales y la disciplina de los hijos. En esa búsqueda de métodos de agresión menos escandalosos, el debate comenzó a cobrar popularidad como forma de lidiar con los opositores. Por supuesto, no pasó mucho tiempo antes de que el alegato fuera perfeccionado en un arma mucho más punzante que una daga y más venenosa que la cicuta.

Un ataque verbal efectivo inicia con la selección del contenido que se quiere transmitir. Este mensaje es calculado cuidadosamente para incidir de forma corrosiva en el psiquis del oponente. En esto ayuda cualquier conocimiento de sus problemas familiares, fracasos personales, aspiraciones frustradas, etc. Seguidamente, se formula el mensaje en un vocabulario preciso y demoledor, seleccionado de acuerdo al perfil demográfico, académico y geopolítico del contrincante. Un insulto dirigido a un universitario debe contener oscuras referencias, extrapolaciones, hipérboles y palabras sofisticadas. Una mofa dirigida hacia un conductor de autobús tan sólo debe incluir palabrotas.

La ejecución de un ataque verbal debe ser un acto rápido y decidido, por lo que no se recomienda a personas con antecedentes de desórdenes cardiacos, llanto fácil, tartamudez o tendencia a petrificarse sin decir palabra. El luchador verbal debe tener reflejos agudos, pues si el ataque inicial no es suficientemente efectivo, el oponente tendrá la oportunidad de responder con un contraataque, lo cual puede ser muy peligroso si no se está preparado para ello. Son ampliamente conocidos los casos donde ha salido trasquilado el que iba por lana.

Algunos han tratado de que el combate escrito, pariente pasivo-agresivo del combate verbal, logre preeminencia, sin éxito. Y es que aunque ambas formas de agresión utilizan el lenguaje como arma, en realidad, son cosas muy diferentes. Aunque el ataque escrito cuenta con sus propias ventajas, no cuenta con la rapidez de acción del ataque verbal. Además, el ataque escrito siempre precisa de algún instrumento (lápiz, pluma, computador) mientras que el combate verbal únicamente precisa de abrir la boca.

Para quienes resultan incapaces de entablar un ataque verbal o mucho menos responder a uno, les recomendamos concentrarse en desarrollar la valiosa habilidad de bloquear con la mente las agresivas andanadas de palabras, lo que evita que causen daño y permitie conservar la compostura en cualquier circunstancia. Algo ampliamente conocido como “A palabras necias, oídos sordos.”

martes, 23 de marzo de 2010

Morir de pie

(Foto: Michael Chrisman)

Formidables camiones colmados de tierra parten a un destino desconocido, dejando atrás nubes de polvo y un gigantesco orificio en el suelo que se acrecienta y se ahonda con cada día que pasa. ¿Estarán buscando tesoros escondidos? ¿O acaso los huesos de algún dinosaurio? ¿Será que quieren comerciar con la China sin tener que usar barco? Nada de eso. Lo que pasa es que quieren llegar muy alto, pero para eso hay que empezar muy abajo.

Pareciera que cada día se inicia la construcción de un edificio. Cientos de obreros trabajan con maquinaria pesada para abrir tremendos boquetes y preparar la tierra para que de ella brote otro leviatán de acero, vidrio y concreto. Otro más.

Para nadie es secreto que durante los últimos cincuenta años, la metrópoli se ha visto poblada por un número cada vez mayor de inmuebles verticales. Progresivamente el perfil de la ciudad ha pasado de ser plano a espinado. Los edificios están por todas partes y los hay para todo propósito: para trabajar o para vivir; para usos del Estado o para servirle a los empresarios. Los hay de todos los colores y de todos los estilos. Los hay muy coquetos y los hay espeluznantes.

Pero lo que no todo el mundo sabe es que todos los edificios de este país comparten una característica. Todos y cada uno, son para siempre.

A diferencia de otros países, donde los edificios que pasan de su fecha de expiración desaparecen en una nube de polvo y dinamita, aquí es impensable realizar una demolición controlada. Y no porque se tenga una conciencia de conservación del patrimonio arquitectónico: sencillamente resulta más económico comprar otro terreno y construir un rascacielos nuevo. Y es así como la ciudad se extiende horizontalmente, llenándose de edificios nuevos por todos lados mientras las propiedades de un piso desaparecen a un ritmo trepidante.

Y es por lo mismo que la ciudad incrementa su colección de construcciones recargadas de años, con elevadores descompuestos, pisos arruinados y fachadas en descomposición. Casi dan ganas de suceda alguna catástrofe apocalíptica para limpiar el panorama de todos los vejestorios inservibles.

Pero desear que se detenga la construcción de edificios tal vez sea un error. Tal vez lo que esta ciudad necesita es lo contrario: muchos más edificios. Cientos. Miles. Todos construidos lo más junto posible, y a la misma altura. Así, eventualmente se podrán unir las terrazas de todos para luego pavimentar encima, creando una meseta artificial ubicada a decenas de metros del suelo. Y en esta meseta, se podría sembrar césped y plantar árboles. Y así, la ciudad podría empezar de nuevo.

domingo, 21 de marzo de 2010

El sueño, sueño es

(Foto: Ryan McVay)

Conozco a una madre, una hija y una nieta que han heredado una misma dolencia que les ha causado indecibles sufrimientos. Implacable, esta desventura ha pasado de rama en rama del árbol genealógico. Habrá que ver si la siguiente generación se salva de este desorden. Pero todo dependerá de que nadie les vele el sueño.

La desdicha que aqueja a estas pobres mujeres es la misma: padecen de sueño frágil. Conciliar el sueño es para ellas una tarea complicada y ardua. Las casas deben estar en silencio absoluto. La oscuridad debe ser completa. Nada de vibraciones, nada de olores y de ser posible, nada de sabores. De lo contrario, se ven obligadas a pasar una noche de insomnio, lo cual repercute inexorablemente en el resto de miembros de la familia.

Es importante mencionar que el sueño frágil no es ocasionado por características de índole genética. Ninguna de las mujeres mencionadas anteriormente nació con esta particularidad, pero cada una de ellas tuvo la mala suerte de ser la primogénita. Y por ser el primer retoño, sus inexpertos padres hicieron lo que cualquier persona caritativa haría: hicieron lo posible por crear un ambiente ideal para que la infanta pudiera dormir cómoda sin ruidos ni molestias. Pero esta inocente acción, ejecutada con la mejor de las intenciones, resulta ser contraproducente en extremo.

La razón por la cual la fragilidad somnífera es un desorden muy propio de los primogénitos se debe a que a partir del segundo hijo, los padres están mucho más experimentados, y saben que los niños no se desbaratarán si se caen de cabeza desde un segundo piso, aunque caigan de cara sobre unas gradas. Tampoco se preocupan de apagarles las luces, de bajarle el volumen al televisor y mucho menos de cuidarles el sueño. Los niños así criados se ven beneficiados de una poderosa habilidad para descansar donde sea, cuando sea y como sea. Entre más ruidosos los ambientes a los que son expuestos los niños, más fácilmente lograrán dormir más adelante.

Es común oír historias de hijos medios que se quedan dormidos en el piso de la sala, con las luces prendidas. También son capaces de dormir con la televisión o el radio puesto a todo volumen. Ver a un hijo no-primogénito dormir es como ver un juguete quedarse sin baterías. Simplemente se desactivan.

Por supuesto, una persona con un sueño tan profundo como el de un hijo no-primogénito es totalmente vulnerable a las condiciones del medio. Si hay una inundación, será la última persona en enterarse. Si hay un terremoto, es probable que simplemente únicamente se de vuelta y siga durmiendo como un lirón mientras la casa se le cae encima. Por eso es que los de sueño pesado necesitan de alguien que reaccione al menor ruido o cambio de temperatura, alguien que se levante de un brinco y de la señal de alarma para que los demás no pasen del sueño profundo al sueño eterno. Para eso, no nadie mejor que un primogénito.

viernes, 19 de marzo de 2010

Terribles remociones

 
(Foto: SuperStock)

Para un hombre heterosexual, sentir una mano palpándole a uno la posadera suele ser inquietante. Es peor si la mano en cuestión resulta ser masculina. Pero la cosa se vuelve traumática cuando la mano masculina le pertenece a uno, y cuando ésta tantea la parte posterior del pantalón propio, se topa con un gluteus maximus donde debería estar una cartera.

Los hombres -a diferencia de las mujeres- acostumbran portar sus carteras tan cerca del cuerpo que con el tiempo se vuelven parte de ellos. Así como hay órganos que segregan bilis, ácido y sangre, la billetera viene a ser como la glándula financiera, que segrega una hormona llamada dinero, facilitando el proceso conocido como consumismo. Como con todo órgano, hay que mantener a la cartera bien nutrida, para que no produzca disgustos. Pero ante todo hay que tener en mente que una amputación súbita de la cartera puede ser extremadamente dolorosa.

Las extracciones de billetera por lo general son practicadas por talentosos profesionales, que pueden optar a realizar el procedimiento con o sin anestesia. Pero también hay personas descuidadas que usan ropas muy holgadas y que propician así una pérdida autoinducida.

Sea como sea que se practique, la carteroctomía repentina invariablemente deja a un individuo desorientado, confuso y descapitalizado. De nada sirve contar con cuentas de banco henchidas de dinero, pues en ese momento se pierde el acceso a ellas y al resto de recursos. Puede estar uno vestido con ropa fina y cara, pero efectivamente se es tan pobre como el tipo que pide dinero en los semáforos vestido de harapos.

Y como si el empobrecimiento instantáneo no fuera problema suficiente, el robo o extravío de la cartera acarrea problemas mucho más graves debido al doble papel que ésta desempeña. No solamente es portadora de nuestros recursos financieros, sino que además es un repositorio de todos esos importantes documentos que dan fe de quienes somos: licencia de conducir, documentos de identidad, membresía del videoclub, tarjetas de cliente preferente, etc. Durante un tiempo nos vemos obligados a deambular por el mundo sin poder probarle a nadie que merecemos crédito al comprar o que estamos autorizados para conducir vehículos.

Mas perder dineros y documentos no es lo peor de todo. Al fin y al cabo, tarde o temprano se logran reponer. Pero lo que nada ni nadie nos repondrá jamás es la tarjeta que con tanto tesón nos sacrificamos por llenar de calcomanías a cambio de un sándwich gratis. Eso sí que es trágico.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Instancias esculturales

(Foto: Romilly Lockyer)

Cerca de mí, una mujer se sentaba sobre una esfera con la mirada perdida, mientras una serpiente le rondaba los talones. No vi necesidad de alertarla de la presencia del ofidio. A fin de cuentas, éste era de mármol. Pero, aunque fuera auténtico, poco daño podría haberle hecho a la dama, ya que ella misma era de piedra.

La dama y el ofidio en cuestión pertenecían a una de la docena de esculturas que fueron creadas por una serie de artistas nacionales e internacionales durante el festival de escultura, a cuya clausura asistía yo en este momento. Los patrocinadores del evento -un banco, una televisora y una cantera- habían invertido una buena suma durante todo el certamen y ahora hacían otro tanto con este festejo. Personalidades del gobierno y de la escena cultural local se hallaban presentes, así como un enjambre de periodistas que procedían a documentar cada momento, desde decenas de ángulos diferentes.

Cerca de la silla desde donde yo presenciaba la clausura estaba posicionada una pantalla de 30 pulgadas, que reproducía los eventos que sucedían en el podio, ubicado a varios metros de distancia. El estar viendo televisados los mismos eventos que yo presenciaba no dejaba de tener un tinte irreal, pero no tanto como escuchar el tema de la película “La Pantera Rosa” ejecutado en marimba. No pude evitar imaginar cómo se miraría el inspector Clouseau vestido con traje indígena. Colorida imagen, la verdad.

La apertura del parque escultórico interrumpió mis cavilaciones. En estos eventos, hay dos tipos de personas: los que llegan por las obras de arte y los que dirigen resueltamente a la fila del buffet. Una mujer de edad madura se plantó a la par mía intentando repetidamente de entablar conversación conmigo para así colarse en la fila. Procuré ignorarla. Todos saben que la comida en estos eventos siempre se acaba rápido. Al final, la mujer logró colarse, pero como no lo hizo delante de mí, no me importó. Las viandas, elaboradas por un prestigioso hotel, eran tan sabrosas como minúsculas. Con un plato de dichos manjares en una mano y una copa de vino en la otra, me sentí listo para estudiar las obras.

Mientras me paseaba por entre las obras, me dolí profundamente de no haber traído mi cámara. Traté de remediar la situación tomando fotos con mi teléfono celular. Conseguí una encantadora serie de imágenes temblorosas, oscuras y desenfocadas. Guardé el celular y, luego de servirme otra copa de vino, me concentré en las estatuas.

Las esculturas eran impresionantes por su tamaño, pero no dejaba de intrigarme la relación que cualquiera de ellas podía tener con el tema del certamen: la patria inmortal. Lamenté mi falta de conocimientos escultóricos, pero mi ignorancia del tema dejó de preocuparme después de mi tercera copa de vino. Relajado, procedí a deambular sin rumbo por el lugar, rebautizando mentalmente cada escultura según su apariencia: Crucigrama de Rubik, Toalla Enrollada, Mueble Prefabricado, Torre de Dados, Silbato. Seguí en mi tarea de mi apropiación artística hasta que vi el reloj y decidí que era hora de volver a casa. Satisfecho con mi experiencia sociocultural, procedí a buscar la salida.

sábado, 13 de marzo de 2010

Metales pesados, parte dos

(Foto: Win Initiative)

Poco tiempo después de ingresar al estadio, La Gran Banda de Rock hizo su entrada dramática al escenario y el conciertodio inicio. La algarabía de la multitud era inconmensurable. Pero tan sólo minutos después, los músicos veían obligados a detener el concierto por razones técnicas. Él se puso nervioso. Treinta mil latinoamericanos enojados en un solo lugar es una mezcla exclusiva. Él se imaginó a sí mismo batallando por su vida mientras los aficionados enardecidos arrancaban los asientos, derribaban las torres de reflectores y linchaban a la banda. Afortunadamente, el problema fue solucionado y el show se reanudó sin problemas.

Si bien las cámaras fueron prohibidas (así como encendedores, monedas, anillos, pulseras, hebillas, relojes, navajas, llaves, collares y botas punta de acero, entre otras cosas), los teléfonos celulares sí podían ser ingresados y la gente no desperdició oportunidad para llevarse un par de recuerdos digitales del evento, algunos con más éxito que otros. En lugar de los encendedores y las velas presentes en los conciertos del pasado, las pantallas de teléfonos y PDAs iluminaban el recinto. Esa noche los sitis de redes sociales como YouTube, Flickr y Facebook se vieron inundados de cientos de miles de fotos borrosas y oscuras, así como por videos con pésimo sonido y cero visibilidad.

Si bien él no conocía ni la mitad de las canciones de LGBR, procuró tararear las que sí se sabía. Aunque la visibilidad no era muy buena, la característica de la sección donde él y sus amigos se encontraban era que tenía asientos, lo cual constituía una ventaja estratégica indiscutible. En cambio, los pobres de Gramilla y VIP a pesar de pagar elevados precios por sus boletos, tuvieron que estar de pie casi ocho horas.

Si bien en el exterior fue necesaria la presencia de los escuadrones antimotines, él debió reconocer que para quienes estaban adentro del estadio, la experiencia en general fue muy tranquila. A los destellos de la pirotecnia del show de LGBR, se aunaron las nubes de sustancias prohibidas que estaban siendo consumidas por algunos de los espectadores. Algo tiene el rock que siempre incita a la gente a consumir hierbas. Tal vez por ello fue que algunos consideraron una buena idea trepar la valla de seis metros que separaba al graderío de la gramilla. Él contempló a decenas de individuos trepar digilentemente la valla y pasarse, hasta que una imprudente y torpe jovencita se quedó atorada en el alambre de púas que coronaba la valla y requirió de la ayuda de seis personas para bajarla de allí.

Aunque él se divirtió bastante con sus amigos durante el concierto, algo se hizo muy evidente: ninguno de ellos era ya un jovencito. Aunque la música siguiera siendo la misma, ellos sí habían cambiado. Espaldas, piernas y estómagos se revelaron en los días subsecuentes, obligando a más de alguno a pasar días enteros en reposo.

Y es que eso es lo malo de subirse al tren de la nostalgia: entre más lejos trata de retrocederse, más violento es el retorno al presente.

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Lecturas relacionadas: Metales pesados, parte uno.

jueves, 11 de marzo de 2010

Metales pesados, parte uno

(Foto: Burke Sampson)

Si se lo hubieran dicho hace veinte años, él no lo hubiera creído. Hubiera dicho que una banda de rock tan grande como esa nunca iba a fijarse en un minúsculo país tercermundista como el suyo. Y durante mucho tiempo, él estuvo en lo correcto. Pero algunos nuncas se llegan.

Hubo muchas falsas alarmas. Diez años atrás, la gente estaba segura de que La Gran Banda de Rock iba a venir, pero nada se materializó. Luego, un lustro después, reiniciaron los rumores. Pero nada sucedió, y mucha gente creyó que nunca iba a suceder. Pero a finales del año pasado, comenzó a hacerse más y más evidente que LGBR sí iba a llegar al país. La gente comenzó a entusiasmarse fuertemente. A pesar de LGBR llevaba 30 años de existir y hacía 20 que no sacaba un album digno de oirse, su música había impactado de forma indeleble la adolescencia de miles de personas. Además, ahora habían hecho un cambio en su música y habían regresado a sus orígenes.

Él consideró ir al concierto, pero recordó sus experiencias anteriores. En el último concierto al que había asistido, había estado a punto de morir aplastado por la multitud a tan sólo diez metros del cantantante. También se habían producido unos disturbios bastante fuertes. El colmo fue cuando la multitud de las localidades de precio económico invadió la sección VIP. Por estas y muchas otras razones, él no quería asistir.

Pero sus amigos sí. Para ellos el concierto era una oportunidad de subirse a la máquina del tiempo llamada nostalgia y viajar a una época mucho más sencilla, carente de compromisos y repleta de juventud. Contagiado por su entusiasmo y dúctil ante la presión de grupo, él accedió a acompañarlos, aunque no pensaba pasársela demasiado bien.

El día del concierto, él reconsideró la sabiduría de su decisión. El área alrededor del estadio hormigueaba de gente y había sido transformada en una especie de mercado express, con decenas de puestos de comida y ventas de todo tipo. Si bien el licor estaba prohibido adentro de las instalaciones, la gente lo consumía libremente antes de entrar. Él estaba sorprendido del nivel de fanatismo exhibido por algunas personas. Había gente que había viajado varias horas en buses para asistir. Otros habían acampado con días de anticipación para no perder su lugar en la cola. ¿En que lugar había venido a meterse?

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Lecturas relacionadas: Metales pesados, parte dos.

martes, 9 de marzo de 2010

Un idilio muy selecto

(Foto: Markku Heikkilä)

No fue sino hasta que la vi ese día en el supermercado que me di cuenta cabal de cuánto la había extrañado durante todo nuestro distanciamiento.

Cuando la conocí, yo era prácticamente un niño mientras que ella había sido amiga de la familia desde siempre. Al menos de mi parte, fue lo más parecido al amor a primera vista. Nuestros primeros encuentros fueron casuales, y debo admitir que ella me hablaba de cosas que yo no entendía, pero me encantaba tratar de descifrarla.

Ella tenía muchas facetas. Podía ser muy seria o contar unas historias tan divertidas que lo hacían a uno rodar por el suelo a carcajadas. Con la misma facilidad hablaba de deportes, política o literatura. Era tan popular, que a veces costaba mucho tener un rato a solas con ella. Todos la querían. A veces me enteraba que ella había salido con mi hermana un día, otras veces andaba con mi madre y unas más con mi abuela. Así que aprendí a valorar nuestro tiempo juntos. A mi me encantaba compartir el desayuno con ella los fines de semana. Una vez le derramé un poco de yogur encima, pero a ella no le importó, y como si nada, siguió contándome sobre unos saboteadores italianos que habían instalado bombas a bordo de minisubmarinos durante la Segunda Guerra Mundial.

Ella le brindó nuevos horizontes a mi cultura: por ella sé que la última actuación de Voltaire fue la mejor de su vida. También me ayudó a conocerme a mi mismo. Con sus hilarantes historias, desarrollé mi gusto por la comedia. Con sus antologías de caricaturas, me di cuenta lo mucho que me gustaba dibujar.

Pensé que íbamos a estar juntos por siempre, pero me equivocaba.

De un día al otro, ella comenzó a cambiar profundamente. De ser culta y sofisticada, pasó a ser intrascendente y superficial, una más del montón. También comenzó a adelgazar mucho. Incapaces de aguantar sus radicales cambios de comportamiento, mi familia y yo nos fuimos alejando de ella hasta que dejamos de verla por completo. Un par de veces me la encontré casualmente en la casa de algún amigo, pero nunca me sentí inclinado a acercarme, y ella tampoco. Con el tiempo, dejé de pensar en ella y me enfoqué en otras áreas de mi vida.

Y así estuvieron las cosas por mucho tiempo hasta que un día en el supermercado, cuando yo estaba haciendo cola frente a la caja registradora, tropecé con un anaquel y al volverme, allí estaba ella.

Había cambiado muchísimo. Todavía estaba penosamente delgada, pero se miraba saludable. Me comenzó a contar sobre nuevas estrategias de seguridad para automovilistas y sentí brotar un caudal de contradictorias emociones reprimidas. Finalmente me pregunté, ¿era posible que pudiéramos volver a ser como antes? Yo no lo sabía, pero estaba dispuesto a intentarlo.

Así que la tomé en mis manos y salimos juntos de la tienda. Yo estaba feliz. Ya hacía demasiado tiempo que no había pasado una tarde con una revista Selecciones nueva, así que ahora estaba decidido a disfrutármela hasta el último artículo.

domingo, 7 de marzo de 2010

Misoginia a la hora del té

(Foto: Anne Rippy)

Lo primero que dijo al sentarse fue:

-Eso de que las mujeres manejan mejor que los hombres es completamente falso. Todo el mundo sabe que todos los accidentes de tráfico los ocasionan las mujeres.

Desde siempre, Vinicio siempre ha sido de opiniones muy firmes, especialmente con respecto al género femenino. No por nada una estudiante de Humanidades le clavó el apodo de “Chau, Vinicio” y otra más críptica le puso “Onigósim”. Pero eso a Vinicio nunca le importó, así como ahora tampoco le importaba estar haciendo comentarios de ese calibre en medio de un restaurante repleto de señoras celebrando el Día Internacional de la Mujer.

Quienes hemos elegido ser sus amigos, hemos aprendido a ignorar a Vinicio cuando empieza con sus postulados socioculturales. Mientras nos servían las bebidas, Vinicio prosiguió:

-Amigos míos, la cosa es así: Las mujeres carecen de nuestra habilidad natural para calcular espacio tridimensional. Por ello manejan despacio y traban el tráfico, lo que causa frustración en los demás conductores, lo que los hace tomar medidas desesperadas que al final ocasionan colisiones. Esa es una forma en la que las mujeres causan accidentes.

Volteé a ver a Ernesto, quien sonreía divertido ante los desvaríos de nuestro compañero. Su novia dice que a Vinicio en vez de darle el pecho, le dieron la espalda.

-Para evitar que las mujeres traben el tráfico, algunos hombres toman el volante y llevan a sus mujeres en el asiento de copiloto. Pero aunque las mujeres son pésimas conductoras, son peores como navegantes. Se la pasan todo el camino señalando cosas que no les parecen de la forma en la que maneja el hombre. Que va muy rápido, que muy lento, que está muy pegado al de enfrente, que se pasó un rojo. Un piloto, atarantado de tal modo, pierde el control del volante y choca. Otro accidente ocasionado por una mujer. Por eso, si uno insiste en llevar a una mujer en el auto, hay que llevarla amordazada. O en el baúl.

Algunas mujeres de las mesas vecinas empezaban a prestar atención a la perorata y sacudían la cabeza disgustadas. Sorprendí a Roberto fingiendo leer el menú cuando en realidad escondía la cara para que la gente no lo viera en compañía de nuestro querido orate. Saúl intervino: 

-Pero hay accidentes donde el hombre iba solo. ¿Esos también son culpa de las mujeres?

-Pues claro. En esos casos, siempre resulta que el hombre perdió la concentración por estar hablando con alguna mujer por teléfono. Siempre es culpa de la mujer.

Vinicio iba a decir algo más, pero fue interrumpido por la mesera, quien traía nuestros platos. Cuando nos disponíamos a comer, con el rabillo del ojo, me di cuenta que nuestra mesera y varias de sus compañeras nos espiaban desde la cocina. Parecían esperar algo. En el momento en que Vinicio tragó su primer bocado, ellas se codearon unas a otras, sonrientes y con un aire de satisfacción.

Por si no los han leído:

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