sábado, 10 de abril de 2010

Vivir duele

(Foto: D. Sharon Pruitt)

La verdad, nunca pensé estar de acuerdo con los emos, pero estos filósofos melancólicos y yo hemos llegado por diferentes caminos a una gran verdad que vale la pena mencionar: que la vida es dolor.

Tal vez suena a exageración, pero es verdad: el dolor es una sensación que nos acompaña desde el nacimiento hasta la muerte. A partir del momento en que el obstetra nos recibe a nalgadas, la vida está compuesta de pequeños y grandes dolores. Difícilmente tendremos un día cuando no sintamos al menos un dolorcillo aquí o allá.

Pocas veces estamos conscientes de cuanto dolor experimentamos porque la mente tiende a olvidar los dolores pequeños -indicadores de molestias pasajeras- y registra únicamente los dolores grandes, que indican males más serios. Así es como tenemos fresco el recuerdo de cuando nos fracturamos un brazo, pero olvidamos las diecisiete veces que hemos dado con el dedo pequeño del pie en la pata de la cama.

A diferencia de muchos, yo sí estoy considerablemente más al tanto del dolor que experimento diariamente, pues gracias a mi torpeza innata, me veo expuesto a mucho más dolor intrascendente que la mayoría. Por algún ignoto desorden en mi sistema de navegación cerebral, siempre me vivo golpeando los brazos con los tiradores de las puertas. Además tengo una propensión a magullarme los tobillos con una frecuencia alarmante. Y mis manos están cubiertas de cicatrices que constituyen silentes testigos de las innumerables veces que me he quemado, rebanado y/o machacado mis queridas extremidades.

Pero hay peores lugares del cuerpo para lastimarse. Con sus billones de sensores de presión, temperatura y dolor, las puntas de los dedos son las campeonas indiscutibles del dolor inconsecuente. Basta un tenue roce para sentir ardor un par de horas. Un tajo minúsculo que perfore la dermis puede causar molestias durante días. Y si uno se corta mal las uñas, tiene molestia para rato.

Si tener dolor es incómodo, no tenerlo es enfermizo. Si no, pregúntenle a los que sufren del CIPA, un raro desorden nervioso que impide la percepción de dolores grandes y chicos, y que obliga a revisarse la piel el día entero para detectar a tiempo cualquier lastimadura antes de que ésta se infecte. Y si por mala suerte un enfermo de CIPA llegara a tener una apendicitis, puede que se entere de ello hasta que le hagan la autopsia. Comparado con eso, hasta el desazón de una uña encarnada resulta apetecible.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Interesanto vos, me gustó! no sabía que tenias problemas de navegación jijijiji

Rafael Sans dijo...

Tener dolor es seña de enfermedad. No tener dolor, también.

Estamos fritos.

Ariana Mejia dijo...

Es curioso, el año pasado me lastimé la uña del meñique y durante un tiempo no pude hacer un montón de cosas. Sin embargo, lo había olvidado completamente hasta que hallé un correo viejo que hacia referencia al incidente.

Lo preocupante es que si olvidamos cosas tan relevantes como el dolor, ¿que otras cosas no olvidaremos?

Por si no los han leído:

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