sábado, 27 de marzo de 2010

Desórdenes celulares

 (Foto: D. Sharon Pruitt)

Muchas personas han pedido que les informe del desenlace de mis aventuras telefónicas. Y es que la última vez que mencioné el tema, estaba a punto de elegir entre un teléfono celular con características tan portentosas como acceso al Internet y una pantalla sensible al tacto, mientras que el otro aparato era tan simple que lo único que podía hacer era realizar llamadas. Una elección consolidaba mi devoción al consumismo tecnológico, mientras que la otra era casi como un valiente acto de protesta contra la enajenante tecnología.

Para quienes aspiraban a verme convertido en un símbolo del ludismo del tercer milenio, lamentablemente debo informarles que elegí el aparato caro. En realidad, no tuve opción. Cuando llegué a la tienda a cancelar el contrato, me informaron que mi aparato ya estaba listo. Y sin darme oportunidad de protestar, me lo pusieron en mis manos. Pasar los dedos por la pantalla táctil y olvidar mis aspiraciones de primitivismo fue algo casi instantáneo.

Por favor, no me odien por ser consumista. Compréndanme, soy un individuo débil. Nunca he podido resistirme a una interfase gráfica bien diseñada, y la de mi nuevo celular es especialmente impresionante. Los colores son brillantes, las imágenes son bellísimas y las animaciones son casi sensuales. Durante los primeros días en que el aparato fue de mi propiedad, pasé horas enteras pasando de un menú al otro, por el puro gusto de verlos aparecer y desaparecer.

Lógicamente, contar con un aparato tan sofisticado impactó en mi estilo de vida profundamente. Las redes sociales como Facebook y Twitter súbitamente estuvieron a mi alcance de forma permanente. Cualquier momento de tedio podía ser disipado con una rápida mirada a las cosas que habían posteado los demás. Los desvaríos que habitualmente se leen en este espacio son poca cosa comparados con las esotéricas manifestaciones que pueden verse en otros lados del Internet.

Tal y como lo vaticiné anteriormente, mi vida comenzó a ceder a los impulsos obsesivo compulsivos. Fui prisionero gustoso de la curiosidad y la ansiedad. Me encantaba estar al tanto del impacto causado por mis comentarios. Lamentablemente, la situación empezó a salirse de control. Cualquier momento era bueno para mandar mensajes al Internet: viendo televisión, caminando en el pasillo o esperando a que cambiara la luz del semáforo. Un par de veces se me pasó el piso al que iba por estar mandando mensajes en el elevador.

Pero justo antes de que la cosa empeorara, logré contenerme. He abandonado el mensajismo obsesivo-compulsivo, reservándolo únicamente para ciertas horas del día. Mi uso del teléfono celular también es sumamente moderado. Fue algo logrado con muchísima fuerza de voluntad, por supuesto, pero puede que también haya influido el hecho de que, por tanto navegar en internet desde mi teléfono, me quedara sin saldo por tres semanas.

Lecturas relacionadas: Menos es más

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