lunes, 1 de marzo de 2010

Respiraciones irrestrictas

(Foto: Stone Images)

Lejos estaba él de imaginarse, después de tanto tiempo de batallar decididamente contra su enemigo, que vencerlo iba a resultarle tan perjudicial.

Su lucha contra la obstrucción nasal ya llevaba varias semanas. Pero hacía diez días que él había acudido con un especialista y el hombre le había recetado una cantidad enorme de pastillas, medicina aspirada y lavados nasales.

Le tomó tiempo acostumbrarse a tomar una pastilla en la mañana, otra en la tarde y otra más en la noche. Le daba pánico olvidar tomar alguna, pero a veces olvidaba si ya la había tomado. Consideró durante incontables minutos si era peor la sobredosis o la falta de medicamento. Finalmente logró desarrollar el sistema de contar las pastillas restantes para así deducir si ya había tomado la pastilla del día o no.

Pero lo peor de todo fueron los lavados nasales. Tres veces al día, él tenía que llenar una jeringa con una mezcla de agua y bicarbonato, meterla en cada una de las ventanas de su nariz y disparar su contenido. Cuando el salado líquido resbalaba por sus senos nasales hacia su garganta, él no podía evitar recordar las veces que había estado a punto de ahogarse en el mar. El recuerdo fue especialmente vívido en una oportunidad en que cometió el error de inhalar aire al mismo tiempo que vaciaba la jeringa dentro de su nariz.

Llegado el séptimo día de tratamiento, la infección que lo había aquejado por dos semanas finalmente comenzó a sucumbir. Los olores que tanto tiempo había perdido comenzaron a regresar a sus narices. Un día se dio cuenta que ya podía percibir el olor a tierra mojada, el champú de su hermana, y el sabor de los pimientos rellenos de su madre.

Al día siguiente, percibir el olor a café recién hecho en la oficina. Pudo darse cuenta de que alguien fumaba en la calle sin tener que voltear a ver.

En eso llegó la hora del almuerzo. Él y varios de sus compañeros de trabajo pasaron a la cafetería a calentar los alimentos que habían traído en sus portaviandas y se sentaron a comer. Cuando la persona sentada a la par suya destapó sus recipientes, descubrió lo que parecía un filete muy extraño. “¿Que trajiste?”, le preguntó él. “Hígado a la parrilla”, fue la respuesta.

Él quiso huir, pero ya era demasiado tarde. Mientras sentía el punzante aroma invadír inmisericordemente sus prístinas fosas nasales y ultrajar totalmente su sentido del olfato, él maldijo de corazón a toda la ciencia médica, y a su miserable efectividad. Conteniendo las lágrimas, añoró los días en los que a sus senos nasales no entraba oxígeno ni olor alguno y su nariz no servía más que para adorno.

5 comentarios:

Idette Landa dijo...

Creo que este es un excelente ejemplo de una victoria pírrica.

Susana Volta dijo...

Desde cuando tener una nariz destapada es fácil??

Pero si no fuera por la pestilencia no podrías apreciar la fragancia.

Geraldina dijo...

Yo digo:
Que viva la ciencia!! Pero no el hígado, ni el huevo, ni los mariscos. O sea, los mariscos sí me gustan... Lo que no puedo es comerlos porque huelen muy feo, tendría que estar como el sujeto de la historia para comerme un caldo de mariscos!
Qué bueno que ya tiene su nariz destapada, hay muchas cosas que huelen delicioso y se ha perdido de oler!

Lafán dijo...

Me parece que todos hemos estado en esos trances, varias veces en nuestras vidas, tanto los de fuertes catarros como los del sentido del olfato agudizado. En éste último, es sorprendente lo que las personas pueden comer sin reparar en la pestilencia que desprenden ciertas comidas, especialmente las vísceras. Si el doctor hubiera sabido, de plano que no se hubiera puesto a curar, sino a prolongar la anosmia.

Claudia de Oliveira dijo...

Agh, que asco!! Mis condolencias!! :S

Por si no los han leído:

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